Mikel INSAUSTI
Zinema kritikaria
CRíTICA: «La señal»

Borrador para un proyecto mayor de ciencia ficción

La sensación de ver una película que carece de entidad propia, o que no está acabada como tal película, no suele resultar satisfactoria. Cuando los cineastas, y sobre todo los que empiezan, dicen que hacen sus obras cinematográficas para el público no siempre es verdad. A veces se olvidan del respetable que paga su entrada, y piensan más en su propio futuro profesional, como si quisieran que su trabajo fuera visto en primer lugar por los ejecutivos de los grandes estudios de Hollywood de cara a la consecución de un posible contrato.

Al primerizo William Eubank se le nota demasiado su interés por darse a conocer dentro de la industria, utilizando como plataforma el cine independiente. «La señal» viene a ser su tarjeta de presentación, una especie de currículo resumido en el que demuestra todas sus capacidades para pasar a dirigir largometrajes de gran presupuesto. Dicho afán queda mucho más patente en la parte final, cuando hace todo un despliegue de efectos especiales a los que saca un partido muy por encima de los cuatro millones de dólares con los que ha contado para su proyecto. La exhibición en pos del espectáculo total se acerca más a lo que son las superproducciones de superhéroes, y no tiene mucho sentido dentro de «La señal», una historia que antes de llegar a ese tramo apuntaba a la ciencia ficción de tratamiento sicológico.

Pero la coherencia interna ya se había perdido por el camino, a medida que iba quedando claro que el muestrario de géneros que envuelve el núcleo argumental obedece al objetivo inicialmente comentado. Hay película de carretera, comedia adolescente, thriller cibernético, terror cámara en mano, amenaza extraerrestre, trama conspirativa, fábula distópica, especulación tecnológica, ciencia ficción sicológica, cómic de superhéroes y todo lo que se quiera meter en poco más de hora y media de duración.

En medio de tanta dispersión el único elemento que encuentra su razón de ser es el interpretativo, gracias a la inquietante presencia de Laurence Fishburne, quien en solitario consigue mantener viva la atención del espectador.