Mikel CHAMIZO
CRíTICA | Ópera

Un incendio de talento

Matilde Muñoz, la primera mujer que ejerció como crítico musical en el Estado español, dio el mejor resumen de -La llama- de Usandizaga cuando en su estreno de 1918 la describió como «una leyenda oriental plástica y brillante». Frente a la arrebatadora intensidad dramática que el compositor donostiarra alcanzó en “Las golondrinas”, una de las más altas cumbres en la historia del arte lírico de la península, “La llama” es un producto teatral discreto, un tanto difuso, «superabundante» según su propia libretista, María Lejárraga, quien reconoció que hubiera aplicado numerosas correcciones a la acción si Usandizaga no hubiera fallecido sin terminar la obra –su hermano Ramón tuvo que completar algunos pasajes–. El libreto es malo, no nos andemos por las ramas, y seguramente también el causante de que “La llama” no se haya repuesto en más de ochenta años, tras su última representación en Barcelona en 1932.

¡Pero qué gran música contiene «La llama»! Se me puso un nudo en la garganta al pensar que Usandizaga, con 28 años, trabajando desde la cama y consciente de que la vida se le escapaba con cada nota, fuera capaz de escribir esta partitura magistral, con un dominio maravilloso del coro y la orquesta, sofisticada y rabiosamente moderna por momentos. Y, ante todo, de generosidad casi excesiva, como si Usandizaga hubiera querido adelantar en ella una parte de los 40 años más que le hubiera correspondido vivir. El tema oriental no es más que la excusa para dar rienda suelta a esa plasticidad de imágenes y brillantez en lo técnico que alcanza la música en todo momento.

«La llama» se repite hoy y mañana en Donostia, una ocasión histórica que ningún donostiarra de pro, que desee descubrir qué gran compositor era ese Usandizaga que da nombre a calles e institutos, debería perderse.