
La campaña militar rusa, que cumplió el pasado sábado cuatro meses, ha supuesto un importante giro en la guerra. De tener la iniciativa hace meses y acorralar al régimen en su feudo de Latakia, amenazando incluso el eje de comunicación entre Damasco y Deraa, los rebeldes asisten impotentes a una ofensiva del hasta hace poco exhausto Ejército sirio, que ha recuperado enclaves estratégicos, descabezando, de paso, a sus direcciones militares.
La conjunción de la crisis de los refugiados y la sicosis tras los atentados del 13N, junto con el pánico, real o exagerado, por la irrupción del ISIS en Libia, ha atemperado, cuando no rehabilitado, la imagen de Al-Assad en Occidente.
Es indudable que los rebeldes acuden a Ginebra en una posición de debilidad. Pero no hacerlo hubiera supuesto para ellos un suicidio. Y más cuando, en una muestra de que el islamismo es tan unionista como el arabismo baazista, han vetado la presencia en Ginebra de los kurdos, cuya heróica lucha contra el ISIS tratan de patrocinar tanto EEUU como Rusia.
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