Daniel   Galvalizi
Periodista

Iglesias, el activista que llegó a Moncloa y lo soportó todo

El exvicepresidente, que cambió la política del Estado español al fundar Podemos, ha decidido irse a casa. Un madrileño que apoyó el derecho a decidir. Sufrió el ataque más feroz que se recuerde por parte de los medios y los poderes fácticos. Se lo ame u odie, costará conocer otro similar.

Pablo Iglesias ha dicho adiós a la política tras siete intensos años. (J.DANAE/FOKU)
Pablo Iglesias ha dicho adiós a la política tras siete intensos años. (J.DANAE/FOKU)

«Seguiremos con la desobediencia civil. Las balas no van a detenernos», decía Pablo Iglesias frente a las cámaras de medios de toda Europa, tras denunciar las torturas recibidas por 13 compañeros suyos detenidos. Fue hace 20 años, no tenía barba y portaba unos ojos que irradiaban inocencia. Fue tras las protestas masivas en Génova, por la contracumbre del G8. Él era la cabeza visible del grupo del Estado español que era parte del denominado Movimiento de Resistencia Global.

Era 2001 y ni él imaginaría lo que le esperaba. Ni que las balas de plomo (en aquellas protestas hubo un muerto y decenas de heridos por la represión de los carabinieri) luego se convertirían en su vida en balas mediáticas, de tinta y audiovisuales. El atreverse a combatir el régimen tiene un costo alto y no dudó en pagarlo.

«Nacimos conscientes de cómo era la correlación de fuerzas en nuestro país y con toda la voluntad de cambiarla», dijo en una suerte de réquiem personal que fue el cierre de campaña del domingo; su último gran discurso, el que sin dudas dio ya teniendo pensado dimitir de todo si los resultados no eran buenos. Desde su partido filtraban que no perforaría el piso del 10% y que, como ocurría siempre, los encuestadores infravaloraban el poder de fuego electoral de los morados. Esta vez sí dieron los números reales.

Iglesias nació en el obrero barrio madrileño de Vallecas en 1978, año bisagra para la política. A pesar de que muchas veces (inclusive hasta la semana pasada) periodistas y políticos adversarios lo tacharon de vago o poco formado, el exvicepresidente tiene un currículum envidiable para todo académico. Su compromiso político y militante no evitaba que se graduara en Derecho, primero, y Ciencia Política, después, en la Complutense e hiciera un doctorado, por el cual viajó como profesor e investigador a universidades de Cambridge, California y México.

Pero estos laureles nunca lo alejaron del activismo. En la Gran Recesión, ganó popularidad con su programa ‘La Tuerka’ (en el cual alguna vez participó como tertuliana Isabel Díaz Ayuso, vaya paradoja) y fue uno de los dirigentes visibles del 15M, un hito histórico para la izquierda estatal y que seguramente habrá sido un shock de pavor para los privilegiados del statu quo. De allí en adelante, ‘el Coletas’ estaría siempre en el target del odio, el ataque y la ofensa.

Cómo olvidar aquellas elecciones europeas de 2014 en las que Podemos irrumpe y demuestra que sí se podía empezar a agrietar el bipartidismo. Conformar en poco tiempo un partido político de dimensión estatal en un Estado de 47 millones de habitantes es algo muy complejo. Hacerlo en medio de la carnicería mediática, más aún. Digiriendo los egos propios y ajenos de gente que vio cómo de golpe se estaba cerca de ‘asaltar los cielos’ y ‘sorpassar’ al vetusto PSOE, parecía casi imposible. Pero se pudo.

Los cofundadores históricos fueron yéndose todos del lado de Iglesias, que luego encontró en la coalición con Izquierda Unida un grupo humano más ordenado, vertical y sin divismo. Es que Iglesias es un poscomunista ortodoxo, cree en hacer un partido cohesionado con liderazgos nítidos. Seguramente podría haberlo hecho mejor y ahorrarse dolores de cabeza, mostrándose más generoso. Pero siempre a él se le exigió mucho de lo que al resto no. «Pero se supone que él viene a ser lo nuevo», repetían todos cuando se comparaban esas exigencias, que, por cierto, no eran retribuidas en votos. El anti-izquierdismo profundo que subyace en buena parte de la sociedad del Estado español siempre fue el potaje para que los medios y los poderes fácticos destriparan a Iglesias sin piedad.

Ese ataque empeoró cuando, tozudamente, consiguió que el PSOE se viera obligado a compartir el Consejo de Ministros. Empezaron los caceroleos constantes en su domicilio personal y una embestida mediática más feroz. Hasta un seudoperiodista, súbdito de Eduardo Inda, está procesado judicialmente por haber irrumpido en el despacho de la ministra de Igualdad y pareja de Iglesias. No hubo límites en la guerra.

Iglesias fue el único líder político estatal de envergadura que no tuvo miedo de defender el derecho de autodeterminación y que abogó claramente por una construcción más plurinacional del Estado. A diferencia de otros, no cambió su discurso de Bilbao o Barcelona cuando hablaba en un mitin en la meseta castellana. En Soria o Ávila, en Gipuzkoa o Girona, Podemos sostuvo los mismos principios y ese es otro de los aportes cualitativos a la política que deja su liderazgo.

Se lleva la medalla de haber roto el bipartidismo estructural, aunque es un proceso más complejo y seguramente si no era él quien lo liderara, habría sido otro. Pero fue él y lo resistió hasta el final. Pagando un costo que, casi podría decirse, fue inhumano. Ni Carles Puigdemont padeció un fenómeno de deshumanización y enajenación tan sostenido en el tiempo.

Para evitar que se hunda UP, Iglesias decidió bajar a Madrid. Desde su entorno más próximo habían comentado hace unos meses a quien firma que el exvicepresidente estaba emocionalmente exhausto del ataque sistemático y que, sobre todo, le hacía mella el hecho de criar a sus tres hijos en un contexto de tanta hostilidad.

Las autonómicas anticipadas de Ayuso fueron la excusa perfecta, porque también demostraron que los liderazgos se acaban y que, con razón o no, a veces hay que dar un paso al costado para no derrumbar todo lo construido. Una decisión individual para salvaguardar lo colectivo. «Hacer política si no te entiende la gente, no es hacer política», dijo Iglesias en el cierre de campaña. Y la desconexión con el electorado ya fue evidente ayer.

Tal vez el activista y el académico nunca le ganaron a su Yo político. Es parte de su éxito y de lo que lo hizo único en su tiempo, y también parte por lo que se le intentó destruir. Porque Iglesias, con sus errores y defectos, nunca dejó de ser aquel chico de Génova 2001.