Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

Mentiras, tópicos y olvidos

Cuando se cumplen veinte años del inicio de la invasión estadounidense de Irak, proliferan las crónicas, los reportajes y los análisis sobre el mayor desastre imperialista de Estados Unidos desde Vietnam. El mayor, que no el último tras la caótica retirada de Afganistán hará este verano dos años.

Un marine estadounidense cubre la cara de una estatua de Saddam Husein con una bandera de EEUU, en abril de 2003.
Un marine estadounidense cubre la cara de una estatua de Saddam Husein con una bandera de EEUU, en abril de 2003. (Ramzi HAIDAR | AFP)

Conviene, no obstante, si no desmontar sí matizar una serie de tópicos que, pese a ser repetidos, no se convierten automáticamente en verdad, como quisieron hacer creer Washington y sus aliados europeos (Gran Bretaña y el Estado español) siguiendo la máxima del propagandista nazi Goebbels. Y conviene, asimismo, rescatar algunos olvidos.

El Ejército estadounidense mostró su potencial militar, aún a día de hoy sin rival, conquistando la práctica totalidad del país en pocos meses. La tan cacareada resistencia iraquí (las divisiones de la famosa Guardia Republicana) se disolvió como una azucarillo, lo que evidenció la escasa popularidad del régimen iraquí , sin duda socavada por años de guerra y de sanciones y bloqueo internacional.

La invasión contó con el apoyo desde el norte de la minoría kurda, principal víctima del panarabismo de Saddam (ejemplificada en la matanza química de Halabja) y por la mayoría chií,  que históricamente se había alineado con posiciones de izquierda (sobre todo comunistas), enemistadas con el régimen, y que a partir de los noventa se fueron adhiriendo a posiciones confesionales-sectarias.

Pero que estos sectores, sobre todo los chiíes, saludaran la caída del rais no presuponía que apoyaran la ocupación. El ocupante tomó dos decisiones que marcaron el futuro tanto de esta como del país.

De un lado, propició la formación de un sistema confesional-sectario, con reparto de poder entre las comunidades, etnias y confesiones. Similar sistema al establecido en Líbano en 1991 tras la guerra civil y que sigue siendo defendido por la comunidad internacional y por los partidos en el poder en el País de los Cedros pese a que es señalado como fuente de corrupción, nepotismo e ineficacia.

Mucho se ha escrito sobre que fueron los propios EEUU los que fomentaron el sectarismo. Es posible, pero también es innegable que el sectarismo confesional y las reivindicaciones políticas de las minorías, como la kurda, responden a evoluciones internas. Más desde el triunfo de la revolución iraní y la crisis ideológica tras el desplome de la URSS.

En segundo lugar, EEUU decidió disolver el vencido Ejército iraquí y prohibir al partido sostén del régimen (Baath) en un proceso de desbaazificación del país. Cierto es que, además de enajenar a la minoría suní, cuyos dirigentes tribales habían sido los principales beneficiarios del régimen,  la decisión generó un vacío político de nefastas consecuencias.

Pero, independientemente de que los ocupantes, por el hecho de serlo, no estaban legitimados para ello, esa decisión se inscribe en el eterno debate entre reforma y ruptura en un período de transición.

Todas estas decisiones, y otras, provocaron que EEUU, que había ganado la guerra, perdiera la paz. Tras provocar más de medio millón de muertos y siete millones de refugiados y desplazados, tras reforzar al yihadismo en todas sus marcas y hundir económica y políticamente el país, Washington no sacó nada.

Al contrario, se dejó 4.500 muertos y 30.000 heridos o mutilados. Gastó 1,8 billones de dólares (serán 2,9 billones para 2050, porque 2.500 soldados siguen allí). Sin obviar que parte de ese dinero benefició al sector armamentístico y a compañías mercenarias como Halliburton, semejante despilfarro, unido al que gastó en Afganistán, contribuyó a la desindustrialización y a la precarización de la clase media estadounidense, con las consecuencias ya vistas (trumpismo, polarización...).

Y, además de forzar su repliegue desordenado de Oriente Medio, dejando en bandeja al enemigo iraní la conversión de Irak en un simple protectorado, ha hundido la credibilidad de EEUU a escala planetaria a un nivel sin retorno.

La invasión contó con el apoyo de la minoría kurda, principal víctima del panarabismo de Saddam, y de la aquiescencia, que no apoyo a la ocupación, de la mayoría chií.


¿Qué fue? ¿Arrogancia imperial de la entonces única potencia mundial? Posiblemente, pero apunta a algo más. A una ingenuidad geopolítica que acaso se remonta a los orígenes históricos de EEUU, de sus políticas y de su sociedad.

Ingenuidad que critican muchos por que Washington tratara de exportar el modelo democrático liberal a un país lejano a esa tradición.

Es un hecho que no hay democracia que se imponga con una ocupación, pero el relativismo crítico que niega a los pueblos árabes sus ansias democráticas es incierto (las primaveras árabes, a las que Irak se adelantó, y las protestas en 2019 lo desmienten) y responde a un eurocentrismo u orientalismo que esos mismos críticos critican.

Y sitúa a parte de la izquierda ante la paradoja de condenar, correr un tupido velo o alabar a regímenes según cálculos geopolíticos (la Nicaragua de Ortega como ejemplo más acabado). Y de condenar o bendecir o comprender invasiones militares siguiendo esos mismos cálculos. No hay relativismo con el régimen de Ucrania, neonazi y antirruso, sí con el Irak de Saddam. Preferiría que no me dieran a elegir.