Manila y Okinawa en la decisión de lanzar «Little Boy» en Hiroshima
El horror urbano vivido en Filipinas y la resistencia suicida en las islas de Okinawa convencieron en agosto de 1945 al Alto Mando estadounidense de que solo un golpe devastador podría evitar una invasión a sangre y fuego.

El lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 no fue una decisión aislada ni meramente científica: fue el resultado de una guerra total en el Pacífico que, en sus últimas etapas, alcanzó niveles de brutalidad casi inhumanos por parte del Ejército imperial de Japón. La masacre de Manila, en febrero de 1945, dejó más de 100.000 civiles muertos y una ciudad -antaño una de las perlas de Asia- reducida a cenizas. Poco después, en Okinawa, la resistencia japonesa se volvió suicida y la población civil participó activamente incluso con masivos ataques kamikazes. Para el mando militar estadounidense, estos dos episodios fueron un anticipo espeluznante de lo que podía suponer una invasión del Japón continental.
Hay consenso entre muchos historiadores sobre que tanto los episodios de Okinawa como lo ocurrido en Manila influyeron decisivamente en el cálculo del Alto Mando estadounidense. Desde el costoso desembarco en Saipan a las batallas de Iwo Jima y Okinawa, cada batalla endurecía la convicción de que una invasión continental sería insostenible. Por ello, historiadores como Francis Pike, Richard Frank y Victor Davis Hanson coinciden en que estas experiencias moldearon el contexto psicológico y militar que llevó a optar por el arma nuclear como método de rendición forzada.
ATROCIDADES CONTRA CIVILES
En Manila, durante el mes de febrero de 1945, unidades japonesas atrincheradas causaron la muerte de más de 100.000 civiles filipinos, en lo que se reconoce como uno de los mayores crímenes de guerra cometidos por el Ejército Imperial japonés desde la invasión de Manchuria en 1931. Las tropas japonesas, parapetadas en cada edificio e incluso en las alcantarillas, ofrecieron una resistencia feroz, y las fuerzas estadounidenses, obligadas a avanzar metro a metro, desalojaron las posiciones con lanzallamas y granadas, combatiendo casa por casa.
La batalla degeneró en atrocidades cuando soldados nipones, en retirada, volvieron su violencia contra la población civil. En uno de los episodios más cruentos, un contingente nipón tomó como rehenes a 3.000 manileños, trasladándolos al Fuerte de Santiago, en Intramuros, donde ejecutaron sistemáticamente a un tercio de ellos. Tras 28 días de combates que redujeron la ciudad a escombros, el general Douglas MacArthur hizo su entrada en una Manila devastada. Esta destrucción urbana en una ciudad densamente poblada sirvió como advertencia a los planificadores norteamericanos, que vieron en ella un anticipo de la escalada que podría darse en las ciudades japonesas.
OKINAWA, EL ESPEJO DE HONSHU
La batalla de Okinawa, librada entre abril y junio de 1945, fue el último gran enfrentamiento antes de la rendición japonesa y uno de los más sangrientos de toda la Segunda Guerra Mundial. En la isla principal, el Ejército japonés adoptó una estrategia de resistencia total, atrincherándose en cuevas, túneles y búnkeres, y utilizando a civiles como escudos humanos o forzándolos a organizarse y luchar hasta la muerte contra el invasor.
Los combates se prolongaron durante casi tres meses y dejaron más de 200.000 muertos, entre ellos cerca de 100.000 civiles okinawenses. El recurso masivo a los ataques kamikazes contra la flota estadounidense y la voluntad de luchar hasta el último hombre convencieron al mando aliado de que cualquier intento de invadir del archipiélago principal japonés supondría una carnicería sin precedentes.
Okinawa fue percibida por los estrategas de Washington como un microcosmos brutal de lo que sería una hipotética operación sobre Honshu o Kyushu. Si en una isla periférica como Okinawa la resistencia había sido tan feroz, ¿qué no cabía esperar en la defensa de Tokio o de Kioto? Las cifras proyectadas para la Operación Downfall, el plan de invasión de Japón, eran alarmantes: hasta un millón de bajas aliadas y decenas de millones de muertos japoneses. En ese clima de desesperación táctica y trauma bélico, la bomba atómica se presentó no solo como un arma novedosa, sino como una salida brutal pero «rápida» al callejón sin salida que era la guerra en el Pacífico.
HECHOS INNEGABLES
El historiador Richard B. Frank explica que la estrategia japonesa Ketsu-go, basada en infligir gran número de bajas aliadas incluso sacrificando su existencia, reforzó la percepción de que una invasión sería brutal y costosa tanto en efectivos humanos como en tiempo. Según Ronald H. Spector y registros del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos, la defensa de Okinawa -la ferocidad, los ataques suicidas, la movilización civil y la negativa a rendirse- dejaron claro a los líderes estadounidenses que Japón «aún tenía muchas fuerzas y que la rendición no era una opción».
Para el historiador y profesor de la Universidad de Hiroshima, John Lee Candelaria, la brutalidad y la destrucción producidas en ambos episodios bélicos, especialmente la feroz resistencia japonesa y las atrocidades cometidas, influyeron en la evaluación del Ejército estadounidense sobre cómo sería una invasión a Japón continental. En declaraciones a GARA, el académico asegura que estos salvajes capítulos de la historia «fueron innegables» y opina que «los informes de estas atrocidades influyeron en la perspectiva del Ejército estadounidense».
Cuestionado en cómo se percibió el uso de las bombas atómicas en Filipinas y en EEUU en ese momento, el profesor de origen filipino constata que la memoria de posguerra estuvo marcada por los fuertes lazos culturales con EEUU y la narrativa de «América» como liberadora. Candelaria cree que «puede asumirse que la mayoría de los filipinos vieron los bombardeos atómicos como un medio justificado para terminar con su sufrimiento».
SIN RECONOCIMIENTO
«El novelista F. Sionil José, que tenía 18 años durante la Batalla de Manila, expresó este sentimiento en 1981, diciendo que, al escuchar expresiones de simpatía por Hiroshima, muchos filipinos desearon, en ese momento, que más ciudades japonesas hubieran sido bombardeadas como una ‘consecuencia natural de la guerra’», afirma el profesor de la universidad de Hiroshima. «Aunque esta también era la visión general en EEUU, hubo voces disidentes notables, como la del pacifista Albert Einstein», recuerda.
Candelaria lamenta que la experiencia filipina en la Segunda Guerra Mundial no recibe el reconocimiento internacional que merece dentro de la narrativa global de la Guerra del Pacífico. «Como filipino que ha vivido en Hiroshima durante una década, veo este gran desequilibrio e injusticia en el caso filipino. El sufrimiento de los civiles filipinos ha sido marginado no solo en la memoria global de la guerra, sino también dentro de la memoria nacional filipina», asegura.
Según el académico, «las narrativas de victimización a menudo son eclipsadas por un mito nacional centrado en la resistencia, la resiliencia y la lucha anticolonial de finales del siglo XIX.
Una ilustración clara de esto es la falta de un memorial nacional patrocinado por el Estado que honre o recuerde a las 1,1 millones de víctimas civiles. El recuerdo avalado por el Estado está reservado para soldados y guerrilleros», reclama. «Esto sigue siendo una gran e persistente injusticia», se queja Candelaria.
«Mi propia investigación sobre la transmisión digital de memorias de guerra muestra que, aunque los filipinos son conscientes del sufrimiento que sus familiares padecieron, estas historias a menudo se presentan como hechos históricos en lugar de enmarcarse dentro de un discurso de injusticia», señala Candelaria. Y a pesar de que el académico afirma que las narrativas históricas filipinas tienden a enfatizar en exceso el mito fundacional de la resistencia colonial contra España, cree que «debe haber un ajuste de cuentas más equitativo con el pasado filipino, alejándose del nacionalismo y hacia una búsqueda de justicia».
Aunque la reconciliación entre Japón y Filipinas tras la guerra ha sido generalmente menos conflictiva que la de Japón con China o Corea del Sur, Candelaria subraya que «aún persisten aspectos controvertidos de ese pasado bélico por los cuales Japón no ha compensado plenamente». Entre ellos, menciona el tema no resuelto de las «mujeres de consuelo», obligadas a la esclavitud sexual por el Ejército Imperial, y que todavía hoy constituye una herida abierta.
A pesar de la importante inversión japonesa en asistencia para el desarrollo y la ausencia de un legado colonial directo, el profesor cree que Filipinas también necesita una mayor conciencia crítica sobre su memoria histórica: «Un verdadero ajuste de cuentas con el pasado debe ir más allá del nacionalismo y apostar por la justicia».
Ochenta años después, Hiroshima sigue siendo un símbolo universal del horror atómico. Manila, en cambio, sigue esperando ser recordada como la advertencia que fue: la brutal antesala de un desenlace nuclear.

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