
A la tercera ha sido la vencida. José Antonio Kast será el nuevo presidente de Chile a partir del próximo mes de marzo. Así lo decidieron el domingo las urnas, en las que el candidato ultraderechista venció por prácticamente 17 puntos —58,2% frente a 41,8%— a la candidata de la izquierda, Jeannette Jara. Kast, que en 2017 no tuvo ningún reparo en declarar que el dictador Augusto Pinochet habría votado por él, certifica así su ingreso en el palacio de La Moneda tras una primera vuelta que, aunque con algunas dudas, ya evidenciaba su más que probable victoria en el balotaje de las presidenciales.
Ahora, y con un tono conciliador poco habitual durante la campaña electoral, ha «reconocido el coraje» de su adversaria y ha dejado entrever que «hay gente buena y mala tanto en la derecha como en la izquierda». «Chile no avanza dividido», aseguró tras conocer su victoria. Sorprende, cuando menos, escuchar estas palabras de una persona que no ha dudado en proponer el cierre de la frontera con Bolivia para controlar el narcotráfico, la obligatoriedad de un profesor de religión en todas las escuelas públicas y el indulto «a todos aquellos que injusta o inhumanamente están presos» por causas vinculadas a violaciones de los derechos humanos durante la dictadura.
Jara, por su parte, no tardó en admitir su derrota y en adelantar el papel «propositivo», pero «exigente y firme», que desempeñará la oposición durante el próximo mandato. Señalada durante toda la campaña por su militancia en el Partido Comunista, la candidata de izquierdas no logró deshacerse de la desafección popular hacia el Gobierno actual, del que ha formado parte. Así, y tras imponerse tímidamente en la primera vuelta, el «péndulo chileno» vuelve a oscilar, como nunca antes en democracia, hacia la derecha.
Armado con un discurso centrado en la inseguridad, la migración irregular y el crimen organizado, Kast ha conseguido calar en la sexta sociedad con más miedo del mundo, según el informe global de Gallup de 2025. Aunque con niveles de inseguridad y criminalidad considerablemente más bajos que los de otros países de América Latina, Chile es, después de Ecuador, el país donde la percepción del temor es más elevada en la región.
¿Otro Chicago boy?
Resulta difícil desligar la figura de Kast de la del dictador Pinochet. Aunque su victoria no puede enmarcarse exclusivamente en una nostalgia del pinochetismo, el presidente electo ha mostrado en más de una ocasión una clara ambivalencia a la hora de calificar y valorar la dictadura que derrocó a Salvador Allende con un golpe de Estado auspiciado por EEUU.
Ya en 1988, durante el plebiscito que debía decidir si Pinochet continuaba o no en el poder, Kast votó a favor de su permanencia. Tenía entonces solo 22 años, pero estaba convencido de que el régimen militar actuaba en «directo beneficio» de su generación. Así, en su primer intento por llegar a La Moneda en 2017, no dudó en afirmar que, de haber estado vivo, el dictador «habría votado por mí». Su hermano, Miguel Kast, ejerció como ministro durante la dictadura.
En la celebración de la victoria de Kast no faltaron retratos del dictador -títere de Estados Unidos- en manos de algunos de sus seguidores. Reacio a modificar la Constitución heredada del régimen militar y acusado en la recta final de la campaña de pretender indultar a Miguel Krassnoff Marchenko -exoficial de la policía secreta de Pinochet condenado por secuestros, torturas y desaparición de personas-, no hay duda de que el presidente electo no se sitúa lejos de quienes un día sembraron el terror en Chile.
No obstante, sería un error atribuir su victoria electoral únicamente a una añoranza del régimen militar. El hartazgo social por las promesas de cambio incumplidas tras el estallido social, combinadas con un discurso populista y ultraderechista construido sobre el miedo más que sobre datos verídicos, ha terminado por hacer de Chile un nuevo país en manos de la derecha.
El estallido parcial
El giro definitivo de Chile hacia posiciones ultraderechistas no puede entenderse sin atender al pasado más reciente del país. Desde que en 2019 el llamado estallido social tomara las calles, las élites políticas no han hecho más que observar el desmoronamiento de un proyecto que prometía un cambio profundo. Los fracasos consecutivos de los dos intentos de reforma constitucional en 2022 y 2023 evidenciaron la ausencia de un consenso sólido sobre la dirección que debía tomar ese cambio.
Aunque interpretado por buena parte de la clase política como una expresión de antineoliberalismo e izquierdismo, el estallido también cuestionaba frontalmente a las propias élites y a la forma tradicional de hacer política. Sin transformaciones tangibles a ojos de la ciudadanía, el Gobierno de Gabriel Boric no consiguió articular una mayoría social capaz de sostener un nuevo rumbo para el país.
En este contexto, Kast ha sabido capitalizar lo que la socióloga Stéphanie Alenda denomina «convergencia negativa»: un malestar estructural que busca soluciones inmediatas y una oferta electoral que, al situar al Partido Comunista en el centro del debate, empuja a amplios sectores del electorado a votar más por rechazo que por convicción. A ello se suman los intentos fallidos de reforma constitucional, que terminaron por deslegitimar el proyecto transformador.
Así, más que una adhesión ideológica firme, la victoria de Kast parece responder a una reacción frente a un proceso de cambio frustrado. La llegada al poder de un candidato xenófobo y profundamente conservador no es tanto la expresión de un proyecto de futuro como el reflejo de un desencanto social generalizado, canalizado en la urgencia por alterar un statu quo que, para muchos chilenos, ya no ofrece respuestas.

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