Zinemaldia would go
De ‘The Art of Flight’ a ‘Mountain’, subida y bajada de una montaña para dar sepultura a Savage Cinema.
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Eddie Aikau es, en la cultura surfera, algo así como un padre fundador. Una especie de divinidad a través de la cual empieza a construirse el culto a esa locura de subirse a una tabla para cabalgar las olas del océano. El hombre, en vida, ya fue una leyenda. Después de su muerte, como era de esperar, su áurea se magnificó. La razón de tanta admiración surgió de una combinación ganadora: una técnica impecable en el arte, y un espíritu aventurero usado, además, con fines altruistas. Resulta que el mítico surfero era también socorrista, y que en incontables ocasiones se enfrentó a las fuerzas de la naturaleza para salvar vidas de simples mortales.
«Eddie would go», sigue diciendo la parroquia. «Eddie iría», reza el grito de guerra de un clan que se crece ante el peligro. Porque en esos momentos en que el cerebro y el instinto de supervivencia nos tiran para atrás, es cuando toca invocar el espíritu de Aikau. «Eddie would go» como prueba de pertenencia al club de los valientes. Como llamamiento a una experiencia trepidante; inolvidable.
Y «Zinemaldia would go» como eco de aquellos inolvidables años en los que el Festival de Cine de Donostia decidió librarse, en su justa medida, a la locura. Una de las noticias que más marcaron (de forma trágica, se entiende) la previa de esta 66ª edición, fue la desaparición de una de mis secciones favoritas del certamen. Savage Cinema, que así se llamaba, traía cada año a las costas de Gipuzkoa una colección de películas que invitaban, efectivamente, a hacer el salvaje. Una serie de propuestas documentales con los deportes extremos y de riesgo como principal objeto de estudio: surf, skate, snowboard, BMX, alpinismo... Las formas de la adrenalina parecían ilimitadas.
Entiendo perfectamente que proyectar películas en un festival no es algo que pueda hacerse sin antes haber alcanzado ciertos equilibrios presupuestarios; entiendo también que dicha sección surgió, básicamente, de la colaboración entre Zinemaldia y una empresa de bebidas energéticas que, por aquel entonces, hasta financiaba excursiones al espacio exterior. Comprendo que estas alianzas tan pronto se levantan como se desvanecen, y es por esto que no quiero cargar estas líneas de amargura crítica, sino más bien de nostalgia (¿precoz?) por aquellos momentos vividos, tan atípicos en la biosfera festivalera.
A estas alturas, estoy mental y físicamente destrozado, sí... como en todos los demás certámenes a los que acudo. Es por esto que, llegados a este momento de devastación, se agradecía, como agua en el desierto, el dejarse caer muerto en una de esas sesiones. Acudir a Savage Cinema era salir del encorsetamiento de las galas, alfombras rojas y presentaciones de la Sección Oficial. Era juntarte con gente que acudía a la sala de cine para sentirse vivo. Para hacer el golfo, vaya. Ya en el cola para entrar, se dejaba notar ese embriagador perfume que solo puede surgir de la mezcla alquímica entre la cafeína y la torina.
El corazón palpitaba al ritmo del de un colibrí antes de que se apagaran las luces y se encendiera el proyector. Cuando esto finalmente sucedía, la fiesta parecía llegar hasta la estratosfera. Jamás olvidaré lo revitalizante de aquella sesión inaugural en Velódromo. Se proyectó la magnífica ‘The Art of Flight’, de Curt Morgan. Una deslumbrante colección de piruetas imposibles ejecutadas sobre una tabla de snowboard. Filmadas en altísima definición, potenciadas por una selección musical a la altura e inmortalizadas por un público entregado. Durante los saltos más imposibles, la multitud dejaba de respirar al unísono... para poco después, y también a la vez, estallar en una vitoreada catarsis colectiva.
No importaba lo muertos que entráramos a Savage Cinema, pues casi siempre salíamos habiendo experimentado, en nuestras propias carnes, el milagro de la resurrección. «Eddie would go», dicen algunos; «Zinemaldia would go», recuerdo yo. Aquella alocada joint-venture terminó, por cierto, cerrando el círculo. La última proyección a la que pude asistir, fue la de “Mountain”, de Jennifer Peedom, especie de –gloriosa– compilación de greatest hits de todos aquellos instantes en que Savage Cinema consiguió que se nos detuviera el corazón... para que a continuación palpitara con mucha más fuerza. Como si de alguna manera intentara escapar de la prisión de la caja torácica. Así era, exactamente, ese grito de guerra. Y así lo recuerdo. «Zinemaldia would go».