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La clave está en las salas

Gala del cine vasco en 2021. (Jon URBE | FOKU)

Jean Luc Godard ha muerto y el Festival Internacional de cine de Donostia cumple setenta años. Setenta ediciones desde que los comerciantes decidieron ofertar la ciudad al turismo a través del atractivo que destilaban las estrellas del cine del momento. Ellas, conocidas despectivamente en nuestros días como ‘folclóricas’, fueron un reclamo importante que sentaría las bases del ‘evento’ cinematográfico más importante de Euskal Herria.

Godard ha muerto y se ha despedido dejando películas sin realizar. Películas como esas que le hubiera gustado programar a Zinemaldia, como esas que nos hubiera gustado ver en sus pantallas grandes, en sus salas llenas de espectadores y espectadoras arrastrados por la curiosidad que provoca el acontecimiento. Me emociona ver que las entradas se agotan, que la gente realiza colas para entrar en el cine. Desafortunadamente, al mismo tiempo, me invade cierta tristeza al saber que es un espejismo, que las salas cierran, que se transforman en tiendas de multinacionales de ropa, en supermercados.

Con la muerte de Godard se va cierto modo de entender el hecho cinematográfico, de vivirlo, de hacerlo. Mientras existe una flexibilidad extraordinaria a la hora de entender modos de ser, de vivir, de comportarse, al cine se le exige poca experimentalidad, poco riesgo. La sociedad demanda modos de contar conservadores en la forma (y diría que en fondo). La clave de su supervivencia está en que esa libertad también se la dejemos a los relatos audiovisuales, que salgamos del ámbito del confort narrativo y formal. El primer paso consiste en volver a las salas de cine y exigir que estás sean parte de nuestro tesoro social, que se las proteja. Que las salas de cine vuelvan a ser lugares-lugares, como ese espacio hogareño en el que se convierte Zinemaldia año tras año, un lugar al que siempre queremos regresar. ¡Godard ha muerto!, ¡Larga vida al cine!