Karlos Zurutuza
Una huida hacia adelante

Saltar los muros de la prisión mental

Un desertor de un grupo extremista judío relata su experiencia desde el corazón del sionismo mas supremacista y su proceso para dejarlo atrás. También el coste de denunciar a un movimiento que se sienta hoy en el Parlamento israelí.

Gilad Sade (primero por la derecha) posa entre su padrastro y el retrato de Baruj Goldstein, un médico judío que mató a 29 palestinos. Fotografía: Ilan Mizrahi
Gilad Sade (primero por la derecha) posa entre su padrastro y el retrato de Baruj Goldstein, un médico judío que mató a 29 palestinos. Fotografía: Ilan Mizrahi

Fue el 25 de febrero de 1994 cuando Baruj Goldstein, un médico del asentamiento judío de Kiryat Arba, cogió su fusil de asalto, se dirigió a la mezquita de Ibrahim de Hebrón y mató a 29 palestinos durante el rezo del viernes. No fueron más porque Goldstein sería interceptado y linchado hasta su muerte ahí mismo. Para muchos, no obstante, aquel colono llegado de Brooklyn (Nueva York) era algo más que un psicópata asesino.

«Yo solo tenía siete años entonces, pero recuerdo que todo el mundo a mi alrededor decía que Goldstein era un héroe», dice Gilad Sade, un antiguo residente de Kiryat Arba, hoy establecido en algún lugar de Europa del este. Este hombre de treinta y cuatro años, cabello negro acaracolado y profundas ojeras prefiere no dar su localización exacta porque las circunstancias que lo han llevado hasta allí están directamente relacionadas con Goldstein y los que aún le idolatran. Alguno de ellos incluso se sientan en el Parlamento israelí tras las elecciones del pasado marzo, pero volveremos sobre esto al final de esta historia. De momento basta con recordar que el odio en esta parte del mundo no solo está institucionalizado, sino que lo impregna todo desde el principio.

Como en el caso de Sade, que llegó al mundo en Haifa en 1986 desde el vientre de Anat, una masajista holística con muchas dificultades para sacar a su hijo adelante. Su camino se acabará cruzando con el de una organización que se ofrece a ayudarla: a cambio, solo tiene que grabar un pequeño vídeo: se ocultará su rostro y se distorsionará su voz para que diga que es una judía que ha sufrido violencia a manos de un palestino y se ha quedado embarazada. Al final, la Liga de Defensa Judía –así se llama la organización– hace público un vídeo en el que se puede reconocer perfectamente a Anat. La colecta para recibir dinero no es más que el pretexto para un lavado de cara de una organización notoriamente extremista.

«Mi madre no solo no recibió nada de ellos, sino que acabó atrapada en aquella encerrona. Diría que ese fue el primero del cúmulo de desastres que llegarían después». Así resume Sade uno de los capítulos más decisivos en la vida de su madre, y de la suya propia.

Vista exterior de la zanja que rodea a Gaza. Fotografía: Gilad Sade

 

Ser uno más. 1986 fue el año de la explosión del reactor de Chernobyl, o el del Challenger al poco de despegar, pero también el de la explosión demográfica en la Palestina ocupada con la llegada, entre otros, de miles de judíos etíopes. Y así, arrastrada por esa marea humana perfectamente encauzada, fue como Anat y su hijo acabaron en el asentamiento de Kiryat Arba. Lo que no era más que un complejo de barracones militares levantados en tierra palestina en 1970, es hoy una ciudad en la que viven en torno a diez mil. Su parque central recibe su nombre de Meir Kahane, el fundador del Kach. Hablamos de un partido político calificado como «organización terrorista» en EEUU, Canadá, la UE e Israel y cuyos objetivos pasan por la expulsión de todos los árabes del país, la destrucción de las mezquitas de la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén y la implantación de la halajá –la ley religiosa judía– como única ley. La tumba de uno de sus hijos pródigos está justo cruzando la calle anexa al parque: «Dio su vida por el pueblo de Israel, su Torá y su tierra», reza aún la lápida de Baruj Goldstein.

De entre los primeros recuerdos de infancia de Sade antes de la masacre de Hebrón hay una máscara antigas con la que se protege cuando Saddam Hussein lanza sus misiles hacia Israel durante la Primera Guerra del Golfo (1991). También hay horas pasadas en un autobús escolar escoltado por el Ejército israelí; cómo olvidar el ruido de las piedras de los palestinos contra el cristal y el aluminio. Hoy ya no hacen falta soldados armados en los asientos delanteros porque los autobuses son blindados.

El bazar de Mahane Yehuda, repleto de cafés y restaurantes, ha sido escenario de numerosos atentados durante la última década. Fotografía: Gilad Sade

 

La vida en Kiryat Arba sigue su curso. Su madre se ha casado y su padrastro, un miembro significado del Kach, se convertirá en uno de los líderes del movimiento en 1990, cuando Meir Kahane es asesinado en Nueva York. Aquel rabino nacido en Brooklyn acabó muriendo en Manhattan de un disparo en la nuca. Fue un egipcio el que apretó el gatillo.

Gilad tiene diez años cuando posa en una foto sacada en su casa durante la celebración de la fiesta judía del Purim. Sostiene una pistola de juguete y va vestido con una bata de médico, algo que se entiende cuando vemos ese retrato del doctor Goldstein a su derecha. En el centro de la foto, su padrastro brinda a la memoria del carnicero de Hebrón. El chaval sigue creciendo, pero solo ve en los árabes a gente que construye las casas de los judíos, que ataca el autobús en el que viaja por las mañanas o mata a tiros o a cuchilladas a gente como él. Las pellas están más que justificadas cuando sirven para hacer pintadas pidiendo la expulsión de los árabes, echarles spray de pimienta en los ojos, destruir sus coches… Al fin y al cabo, no es más que el hijo perdido de un árabe, o eso piensan todos en Kiryat Arba, por lo que Gilad siempre es el primero en presentarse voluntario cuando se trata de hacer la vida de los palestinos aún más difícil; es su manera de decir que es uno más, aunque nunca consigue convencer a nadie. Y eso que solo tiene trece años cuando es detenido y encarcelado por primera vez, pero ni por esas. Como cuando encadena citas con chicas que nunca vuelven a dar señales de vida. Para cuando la chavala vuelve a casa, a sus padres ya les ha llegado que la han visto paseando con «el hijo del árabe».

Banderas negras de la ultraderecha israelí en un barrio musulmán de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Fotografía: Gilad Sade

 

Gilad crece con ese fantasma. En el partido le dicen que no haga caso de lo que le diga su madre sobre el hombre que lo engendró; esta, que le pregunte a ella cuando quiera saber realmente quién fue su padre. Al final, el chaval calla, intenta dejarlo correr, aunque con esas cosas pasa justo lo contrario: que se enquistan durante años. En el caso de Gilad serán demasiados.

La suya es una huida compulsiva, y siempre hacia adelante. A los catorce abandona la escuela para convertirse en un colono a tiempo completo. Junto a sus colegas, construyen chozas de piedra y uralita en Cisjordania en las que viven como en tiempos de la Biblia: sin agua corriente ni electricidad; leyendo la Torá y rezando hacia Jerusalén. Volverá a la cárcel varias veces más, y es en una de esas cuando casi llega a entablar una conversación con un palestino por primera vez. «Gilad, aquí somos todos vecinos, no tenemos por qué luchar», le espeta desde la celda anexa un árabe acusado de haber asesinado a un niño israelí. Sade zanja el asunto con un escueto «cierra la puta boca».

Pero se siente cada vez más cansado del entorno, de buscar sin éxito un hueco en un puzle en el que nunca podrá encajar. Además, nunca ha llegado a creerse lo del «pueblo elegido» porque lo más seguro es que Dios no exista. Solo lo mueve la inercia de la violencia. En 2005, justo cuando los israelíes desalojan los asentamientos de Gaza, vuelve a ser arrestado, esta vez de forma administrativa y «por razones de seguridad». Es algo que sufren a menudo los palestinos pero raramente los judíos, y entre estos últimos son siempre los miembros del Kach. En cualquier caso, será la última vez que Sade pise la cárcel.

Un momento de tensión en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Fotografía: Gilad Sade

 

El viaje. Romper ese círculo vital marcado a fuego por la causalidad más brutal pasa por dejar atrás Cisjordania: soltar amarras y abandonarse a una soledad que solo logrará mitigar viajando por su país, cualquiera que este sea. Liberado de un lastre con el que ha cargado toda su vida, Sade tiene veinte años y se sienta a la mesa con palestinos por primera vez en su vida. Su comida no solo no es repugnante como había oído siempre, sino que puede llegar a ser limpia, fresca y deliciosa. Al principio se sobresalta cada vez que escucha la llamada a la oración desde una mezquita cercana, pero se acaba acostumbrando a ello. Incluso pasa meses conviviendo con una familia de beduinos palestinos. «Tengo un hijo nuevo y es judío», llega a decir la matriarca a sus familiares y amigos. Gilad asegura que es de lo mejor que ha dicho nadie nunca de él. Entre muchas otras cosas, ha descubierto que viajar es lo que más le gusta y que incluso puede convertirse en una forma de vida: organiza excursiones a los desiertos de Negev, de Judea o el Wadi Rum de Jordania. También mucho más allá, hasta lugares tan exóticos como las montañas de Fagaras (Rumanía) o las de Tusheti (Georgia).

Y así, yendo y viniendo, pasa muchos años. Hasta consigue amasar unos ahorros con los que poner en marcha un albergue junto al mar Muerto por el que pasan mochileros de todas partes; hasta de Gaza o Irán. Eso le enorgullece. Le gustaría visitar muchos más países, sobre todo los vecinos de Oriente Medio, pero es lo que tienen esos pasaportes azules israelíes, que no dan para mucho. Aún así, le permiten perderse por los Balcanes y el Cáucaso buscando a sus gentes pero, sobre todo, paralelismos con el conflicto en su tierra de origen; respuestas que recoge con su cámara. Antes de cumplir los treinta, Sade ya ha descubierto en el fotoperiodismo la vocación de su vida. Desenmascarar al movimiento que una vez le hizo odiar a sus vecinos palestinos casi tanto como a sí mismo se convierte en una obsesión, pero aún tiene que instalarse en Nagorno Karabaj para documentar el día a día de los armenios del enclave. Hace amigos, casi familia, hasta que a todos les estalla la guerra en la cara el pasado septiembre. La cubrirá desde el día 1 hasta el 44, trabajando con un pasaporte israelí mientras los drones de Tel Aviv hacen estragos entre las tropas armenias. Una vez más, la eterna sensación de no encajar.

Tampoco puede volver a su país porque se le amontonan las amenazas tras un documental que un canal israelí hace sobre él. Resulta que el hijo perdido del árabe es también un traidor que aprovecha ahora cualquier altavoz. El último antes de este fue el diario “Der Spiegel”. «Hay algo peor para un israelí que airear los trapos sucios desde el extranjero, y es hacerlo en alemán», bromea.

Lo nuevo y lo viejo entre los ultraortodoxos judíos. Fotografía: Gilad Sade

 

Ser uno mismo. Corre el año 2021 y Sade contempla con estupor cómo Israel vuelve a las urnas el pasado 23 de marzo, y por cuarta vez en dos años. Netanyahu concurre liderando una coalición que incluye a Fuerza Judía, que no es sino la enésima marca del ilegalizado Kach. En Israel votan una y otra vez porque ni Netanyahu ni sus opositores han logrado ganar suficientes asientos en el Parlamento para formar un gobierno de coalición con mayoría estable. Todo suma, y a Sade se le revuelven las tripas cuando descubre que Itamar Ben Gvir –un residente de Kiryat Arba que tenía una foto de Baruj Goldstein en su despacho hasta el año pasado– puede acabar ocupando un escaño en el Knesset, el Parlamento israelí.

«Por un puñado de miles de votos, Netanyahu va de la mano de gente que expulsaría no solo a todos los palestinos de Israel, sino también a todos los judíos no religiosos», dice. Sade lo repite a través de varios canales de televisión israelíes, y en una de esas incluso emplaza a Ben Gvir a participar en un debate en directo, pero el candidato rechaza la oferta en el último segundo. El fotoperiodista dice sufrir constantemente por la situación en su país. Solo le queda aceptar que esa es la realidad de la tierra en la que nació, y a la que el auge de la extrema derecha le impide volver. La última vez que lo hizo fue en agosto de 2019; apenas una semana que se convirtió en un suspiro para ver a sus hijas –tiene dos–, pero que le bastó para ver a su padre por primera vez. Aquel «árabe» del que todos hablaban en Kiryat Arba resultó ser un descendiente de judíos llegados de Hungría tras el Holocausto. Se trata de un detalle que no debería tener la más mínima importancia en la vida de nadie, pero, ya que estamos, nos cuenta que los abuelos maternos llegaron del sur de Kurdistán: él fue el último rabino de Penjwin, una localidad de montaña fronteriza con Irán que la nieve sepulta cada invierno; ella, una judía de la Kirkuk más mestiza.

A Gilad le gusta esa conexión, de hecho, a menudo se presenta a sí mismo como «un kurdo con pasaporte israelí». Probablemente se trate de otra forma de verbalizar que, a sus treinta y cuatro años, ha saltado ya unos cuantos muros. Solo quedan las cicatrices.