Karlos Zurutuza
Entrevue
Pinar Selek

«El feminismo me ayudó a descubrir el odio en mi interior contra la dominación»

Pinar Selek es una socióloga, activista y escritora turca que se dedica a visibilizar lo invisible de su país de origen: gitanos, mujeres, kurdos, armenios, prostitutas, homosexuales… Profesora en el exilio, tampoco ella está teniendo una vida fácil.

Fotografía: Juantxo Egaña
Fotografía: Juantxo Egaña

Lo más urgente que hay que saber sobre Pinar Selek es que la ‘k’ en su apellido es la misma que las de «Kafka» y la de su personaje, Josef K. A Selek se la acusa de poner una bomba y matar a siete personas en el bazar de las especias estambulita en 1998, a pesar de que hasta cuatro informes científicos –y hasta el de la propia Policía turca– apuntaron a una explosión de gas. Durante más de dos décadas ha sido condenada a cadena perpetua y absuelta cuatro veces en un proceso sin precedentes en la justicia turca hasta que, el pasado mes de junio, la Corte Suprema la acusaba por quinta vez, ya sin derecho de apelación. La causa se ha apoyado siempre en una confesión extraída a un joven kurdo, el mismo que aseguraría haber confesado bajo tortura para añadir que ni siquiera conocía a la turca. Él quedó libre en Turquía; Selek vive en el exilio en el Estado francés.

Lo principal sobre Pinar Selek (Estambul, 1971) es que hablamos de una socióloga, activista y escritora que ha dedicado su vida a visibilizar lo invisible de su país de origen: los gitanos y las mujeres; los kurdos, las prostitutas, los homosexuales, los armenios… «¿Dónde están?», ha sido siempre su pregunta, la misma que le llevó a la cárcel en 1998 tras negarse a dar a la Policía turca la lista de contactos kurdos para uno de sus estudios sociológicos. Quedó libre tras más de dos años de cautiverio y una huelga de hambre en la que murieron decenas de presonas; estuvo entre las fundadoras de Amargi, una asociación feminista referencial en Turquía, y también de las de la primera librería feminista en la historia de su país. Se ha dedicado a combar sus estanterías con multitud de cuentos, relatos y unos cuantos libros, pero hace ya tiempo que no vuelve: la presión la obligó a abandonar el país en 2009 y, tras obtener la ciudadanía francesa en 2017, reside en Niza, donde es profesora universitaria.

Más allá de su labor docente, sigue dando charlas y participando en conferencias u organizando cantidad de eventos y protestas porque el exilio puede haberla arrancado de su país, pero no de la calle. El año pasado firmó ‘Todas a las fronteras’ en ese bastión de la derecha francesa que es Niza, donde miles de mujeres llegadas de toda Europa denunciaron la militarización de las fronteras y la criminalización de las mujeres y migrantes LGTBQI+.

Ha sido gracias a una red de solidaridad tejida en torno a su persona cada vez mayor la que ha facilitado el encuentro en una casa a las afueras de Biarritz. Dice que necesita tres minutos para mandar un email, pero que luego tendremos todo el tiempo del mundo.

Es usted mujer y turca: ¿qué significa este binomio?

Ser mujer en Turquía pasa por enfrentarse al conservadurismo del Estado y, a la vez, resistir la presión de un Gobierno que utiliza todos los medios a su alcance, la escuela, los media… etc, para introducir el conservadurismo islamista en toda la sociedad. Hay muchas mujeres que sufren violencia doméstica, y esta no deja de aumentar. Desde 2014 las mujeres ocupan nuevos espacios, y eso es algo muy revolucionario en el país. El Estado nos señala, en parte por esa gran cantidad de kurdas que son hoy diputadas, alcaldesas, abogadas, periodistas, presas... Las mujeres con un perfil similar al mío estamos siempre en el punto de mira.

Pero también están organizadas.

El control del Estado turco sobre la mujer ha sido férreo, es por esto que el movimiento feminista no empezó a eclosionar hasta los años 80. Ankara apostaba entonces por un modelo de igualdad sobre el papel para el escaparate basado en la mujer combatiente, en el militarismo y el nacionalismo, pero el feminismo no es igualdad, sino libertad. Es otra cosa. Aquel movimiento feminista tardío abriría la puerta a un nuevo movimiento social en Turquía; ha permeado entre antimilitaristas, antinacionalistas de izquierda, comunistas, anarquistas, en los LGTBI… Cuando vives en un contexto de represión buscas la convergencia, y cuando la consigues se produce un trasvase de ideas, de experiencias, y se produce una transformación a través de estrategias de adaptación. A diferencia de lo que ocurre en Francia, las mujeres en Turquía no se han visto influenciadas por otros grupos, sino que ellas mismas son las actrices que lideran el cambio social.

Nació usted en Estambul, una ciudad cosmopolita que, a priori, se presta a esa transformación de la que habla. ¿Es así?

Hay una imagen de fantasía, de multiculturalidad que yo me creí alguna vez, y que luego descubrí que era mentira. Es cierto que la ciudad tiene una gran historia y que ha sido atravesada por diferentes culturas, pero la violencia extrema ha acabado con esa cultura. Ha habido demasiadas masacres, sangre, éxodo y ruina. Se apela a esas mismas ruinas para hablar de multiculturalidad, pero es todo mentira, es un cliché. Cuando miras la genealogía de la gente, todos tienen antepasados en los Balcanes, el Cáucaso, son griegos, etc, pero no queda nada de eso. Se derriban edificios para expulsar a los gitanos, aunque es cierto que han venido los kurdos, los sirios y más gente del este, pero solo porque se trata de un lugar estratégico, no por su multiculturalidad.

Sin embargo, Orhan Pamuk habla de «una ciudad en la que se ha eliminado a sus habitantes, pero bajo la que discurren multitud de corredores subterráneos».

Es cierto. Conozco esos corredores pero no son sólidos. Es una red que facilita una transmisión pero, al no estar bien cimentada, se deshace con facilidad. Son corredores efímeros, aguantan treinta, cuarenta o cincuenta años y luego desaparecen. A partir de los 90 se empiezan a establecer redes más sólidas. Son difíciles de percibir, como la misma estructura feminista, pero se transforman con los tiempos. Hoy hay mecanismos sociales más allá de los políticos, muy horizontales, que el Estado no puede controlar. Las protestas de Gezi (2013) son el ejemplo de eso, es el fruto de esa transformación. La violencia del Estado es brutal, sobre todo contra los kurdos. Sin embargo, todo ese flujo frenético de gente convierte Estambul en incontrolable, por eso ha perdido Erdogan la ciudad en las últimas elecciones.

¿Qué le llevó a buscar a toda esa gente que vive en los márgenes de la sociedad turca?

En los 80, cuando mi padre, militante comunista, estaba preso, había muchas víctimas del Estado porque era imposible disentir. En este periodo fue el feminismo el microbio que entró en mi cuerpo y me hizo preguntarme dónde están las mujeres, cada vez con más fuerza. Mi hermana y yo queríamos entender muchas cosas pero las respuestas no eran suficientes. Cuando preguntas, cuando aprendes a observar, empiezas a entenderlo todo. El feminismo me ayudó a descubrir el odio en mi interior contra la dominación porque mi infancia transcurrió en un contexto de golpe militar. Aquel era un mundo multidimensional donde todo era diferente: la calle, la casa, la prisión, la farmacia de mi madre, por eso decidí estudiar sociología para estructurar mis ideas. Me llevó un tiempo entender que ser invisible no significa no existir. Cuando empecé a preguntar dónde está toda esa gente comprendí que no era la única que lo hacía. La mía es una generación que vio nacer al movimiento kurdo, al feminista… Una generación que cuestiona el presente y la historia, y que transforma.

En sus libros y artículos insiste usted en lo de «aprender a ver».

Cuando empecé a preguntar y a mirar a mi alrededor me di cuenta de que mi familia, mis amigos, la gente que amaba... estaban todos enfermos, e incluso yo misma. Pensé que era un simple catarro del que me curaría, pero el envenenamiento en Turquía se ha convertido en un cáncer. Le pongo un ejemplo: en Estambul, de niña, miraba a los vecinos y compañeros de clase armenios, pero nunca conseguía verlos de verdad. Además, no era consciente de lo que no veía, tan solo percibía su timidez, su permeabilidad que alimentaba mi orgullo. Me sentía muy valiente al mirarlos, pero hoy sé que para ver no basta con mirar. Mi mirada estaba ya creada, y la mirada construida no se delimita a los ojos. Para corregir estos problemas de visión es necesario deconstruir la mirada, hay que deconstruirse por completo. Con cuidado para no destruirse, pero con firmeza. No es fácil liberarse de una identidad arrogante, no fue sencillo quitarse de encima la imagen denigrante del armenio grabada en mi mente de manera insidiosa desde el instituto.

¿No ayudó que sus padres fueran significados militantes de izquierda?

Mi madre estaba convencida de que conocíamos y entendíamos a todos nuestros vecinos, pero yo no estaba tan segura. Otro ejemplo: en el 92 tenía veintiún años y me costaba creer mi ignorancia hacia los kurdos, un pueblo que suma más de veinte millones de individuos en Turquía. Así que decidí visitar un pueblo kurdo. Todos los hombres hablaban turco, pero no las mujeres. Había un dengbesh (improvisador tradicional kurdo) en el pueblo que llevaba allí una semana contando una historia y aquel era su último día. Me dijo que me contaría el final: me miró directamente a los ojos y me contó la leyenda de Shamarán, una historia de una serpiente que se hunde en la tradición yezidí. Fui para una semana y me quedé tres porque allí había un mundo del que no sabía nada. Para cuando volví a Estambul ya era otra persona.

Ha llegado a decir que la izquierda turca sigue sin entender la cuestión kurda o armenia.

Eso era antes, hace diez años. Es lo mismo que las mujeres o las LGTBI. Sí que hay gente que no lo entiende, pero la izquierda está obligada. Hoy hay comisiones LGTBI, relaciones con los kurdos… Sin ir más lejos, los kurdos han cambiado el repertorio en las protestas de los militantes turcos. Estos desfilaban antes de forma militar, pero los kurdos bailan y hoy todos lo hacen. Si vas a una protesta o una huelga, todos se agarran de las manos y bailan como forma de contestación política. Desde 2013 ha resultado imposible ignorarlos para la izquierda. En cuanto a los armenios, es más difícil. Durante el último proceso de paz llegamos a escuchar a una guerrillera del PKK hablar del «lobby armenio». Ahí te das cuenta de que la intoxicación no es exclusiva a los turcos, sino también a los kurdos. La cuestión armenia es más profunda porque los masacraron a principios del siglo XX entre turcos y kurdos. Abdulá Ocalan (líder del PKK en prisión) hizo una declaración en 2004 en la que hablaba de una «república democrática en la que había dos grupos esenciales fundadores: turcos y kurdos». Hrant Dink (periodista armenio asesinado en 2007) vivía entonces y dijo: ¿Quieres decir que tú eres esencial y nosotros no? El genocidio armenio es un agujero negro en la historia turca. Sus supervivientes forman una comunidad marginal retratada en los libros escolares como «infiel», una comunidad invisible y sin voz que acaba siendo víctima de continuas agresiones aún hoy.

En cierta manera, la puerta de Kurdistán también fue la de la cárcel para usted. ¿Qué aprendió en prisión?

Todo el mundo pasa por la cárcel en Turquía, la prisión es lo normal. Aprendí a enfrentarme a la tortura, pero también me tocó un periodo en el que todo el mundo estaba junto en una celda. Podías conocer a mucha gente mientras que, en las prisiones modernas, se opta por el aislamiento. Nos mirábamos unos a otros y pensábamos: «Este lleva dos años, ese cinco…». Cuando alguien ha pasado mucho tiempo en la prisión su forma de hablar, de andar, etc, es distinta, hay algo que los delata, algo abstracto. Hacíamos chistes, a menudo crueles. Cuando me pidieron la perpetua pensé que me convertiría en uno de ellos. Pregunté cómo sobrellevarlo y me dijeron que olvidara mi proceso, que dejara de pensar cuándo saldría, que me concentrara en lo cotidiano para no romperme. Pensé en hacer honor a mi nombre («Pinar» significa «manantial» en turco) y permanecer siempre limpia, cristalina. Cuando se empezaron a construir las nuevas cárceles nos resistimos a que nos trasladaran. Murieron más de trescientos bajo ataques en los que incluso se llegó a bombardear las cárceles… A mí me liberaron entonces. Más adelante, cuando llegó el exilio, todo ese aprendizaje me ayudó. Ya no pensaba en cuándo volvería a Turquía, sino qué quiero hacer hoy y ahora.

Habla usted de «una Turquía inamovible y otra que estamos transformando y nos transforma a su vez. La primera es la que me expulsó y la segunda la que me espera en el embarcadero».

Era demasiado optimista en ese libro. Cuando lo leo me doy cuenta de que mi propia deconstrucción no es suficiente. No solo es el Estado sino también la población la que está enferma. Es cierto que hay una parte que se transforma, pero es muy pequeña. El Estado turco se ha convertido en un cáncer para el mundo y la lucha ha de ser internacional, transnacional, para presionar a Ankara. No se puede hacer solo desde dentro. Lo único que puede parar a Turquía son Europa y EEUU, pero ambos son cómplices. Ankara no podría hacer sus operaciones en Siria sin su aprobación. Por si fuera poco, en Francia hay en marcha una campaña contra los kurdos durante los últimos dos años, una persecución. Revientan las puertas de las asociaciones culturales, como ocurrió en Niza hace dos meses. La acusación era haber recogido dinero para Kobani (Rojava).

¿Cómo le afecta a usted, hoy ciudadana francesa, la reciente revisión de su condena a perpetuidad?

Estoy en shock. No es solo por cómo pueda afectar a mi familia en Turquía, sino también a mí misma en Francia. Estoy condenada por una masacre por lo que se me puede restringir el movimiento, y no solo a nivel internacional, sino incluso dentro de Francia. Además, en Turquía me piden millones de indemnización por los muertos y los destrozos de aquello y existe una convención internacional también financiera que pueden ejecutar en Francia y quitarme lo que tengo. La condena ya es firme e inapelable, no hay vuelta atrás. La Corte Suprema me ha condenado y ha enviado al tribunal el dosier para que este lo valide. Cuando esto suceda, se mandará a Francia y se ejecutará.

El caso se sostiene en el testimonio bajo tortura de un kurdo que dijo que lo habíamos hecho juntos, pero que ni siquiera me conocía. Él ha quedado absuelto y yo condenada a perpetuidad. Cuatro informes dicen que fue una explosión de gas, y el de la Policía entonces dijo lo mismo. Solo dos hojas de la Gendarmería, dos páginas que dicen que «podría tratarse de una bomba». Si es una bomba, ¿cómo puedo haber sido yo? Nunca me lo han preguntado. Solo hay un joven que dijo que lo hizo conmigo. Es totalmente absurdo, como que me haya enterado de la resolución judicial por la prensa turca y que yo siga sin haber recibido notificación alguna. Es kafkiano, pero eso también es algo habitual en Turquía.

Mujer en el exilio: ¿cómo traduce esto?

Cuando te mueves te transformas por tu relación con espacios diferentes. Al principio hay un intento de adaptación, de buscar tu espacio y querer sentirte como en casa. Ese era mi objetivo hasta hace cinco años. Pero hoy es mucho más complejo, no sé decirte cuál es mi casa. Lo que sí sé es que no voy a dejar que el Estado limite mis movimientos. Soy nómada, y los nómadas son muy difíciles de controlar. Diría que me muevo, a menudo como un ave migratoria; voy y vuelvo y, cada vez que paso por un lugar en concreto, veo crecer aquella semilla que planté un día. Esto es lo que te digo ahora, pero si me haces la misma pregunta dentro de unos años quizá te diga otra cosa.