Darse de baja en la Iglesia es más difícil que en telefonía

El uruguayo Federico Veiroj salió recompensado en Donostia, donde obtuvo una Mención Especial del Jurado y el FIPRESCI de la crítica internacional. Y no es de extrañar porque es de esos cineastas que sabe hacer pequeñas grandes películas, gracias a su habilidad para trascender lo cotidiano, mediante unas aplicadas dotes de observación que combina con una sicología de lo surreal muy imaginativa. Se nota la influencia de Buñuel a la hora de introducir visiones oníricas dentro de la narración naturalista, evitando así los molestos flash-backs cuando se trata de bucear en el pasado del protagonista, el cual resulta de vital importancia dentro del relato sobre la educación católica y sus rituales de iniciación como el bautismo o la comunión.
Se puede decir que “El apóstata” se basa por entero en la construcción de su personaje central, inspirado en un Álvaro Ogalla que se interpreta a sí mismo. Su apostasía sigue las fases desesperantes de todo proceso kafkiano que se precie, con el añadido de que la burocracia eclesiástica está diseñada para desanimar al litigador más tenaz. Pero aún estando omnipresente el oscuro entramado católico legalista, no se come la hitoria del apóstata Gonzalo Tamayo; y su particular acto reivindicativo, fuera de toda conexión con movimientos ateos, es un gesto que forma parte de su autoreconocimiento o autoafirmación personal. En cierto modo la Iglesia representa la infancia condicionante de la que se quiere desprender para dejar de ser un niño de por vida. Hasta su sexualidad parece haberse quedado en los inocentes juegos con su primita a escondidas de los mayores.
A Veiroj le gusta disfrutar de las citas literarias, pero en “El apóstata” también hay una constante musicalidad, con la grata sorpresa de la escena en que suena Lisabö, la del robo del disco que recuerda a “Vinyland”, película con la que comparte a Juan de Pablos como invitado.

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