Koldo LANDALUZE
CRÍTICA «El olivo»

Las raíces perdidas

La mirada de Icíar Bollaín siempre resulta interesante porque traduce en imágenes una conducta social e íntima que reconocemos de inmediato. Capaz de hacernos esbozar una sonrisa –“Hola, ¿estás sola?” (1995)– o de hacernos estremecer –“Te doy mis ojos” (2003)– a partes iguales, la autora retorna al medio cinematográfico con una nueva apuesta por indagar en una actualidad que no requiere de grandes titulares mediáticos ya que forma parte de esos episodios cotidianos protagonizados por personas anónimas cuyas grandes gestas se traducen en afrontar el día a día sin grandes trucos abracadabrantes. “El olivo” enraiza en esa tipología fílmica que tan bien han retratado autores como François Dupeyron en “¿Qué es la vida?” (1999), a modo de declaración de intenciones, esos filmes que como en el caso del maestro John Ford, están protagonizados por personajes nacidos de las propias entrañas de la tierra. Un espacio de anhelo, que en esta oportunidad, se transforma en trinchera para la protagonista de esta película que llevará a cabo una odisea personal destinada a retornar a su abuelo un bien pasado que podría despertarle a vida tímidamente, un olivo milenario que la familia del anciano vendió contra su voluntad. El árbol se transforma en el elemento simbólico que Bollaín utiliza de forma muy evidente para poner en escena el eterno duelo que mantienen lo material y lo sentimental y que deriva hacia los senderos ya sabidos del apego a las raíces familiares. Todo ello se desarrolla en un contexto muy reconocible, la crisis personificada en el tío de la protagonista, el cual aportará su apoyo en esta búsqueda que transita sin excesivos sobresaltos y que solo tal vez tampoco requiera de excesivos subrayados emocionales para narrar algo que fluye por sí mismo.