La arquitectura de clases en una sociedad vertical

Amenudo se le echa a Hollywood la culpa de la pérdida de personalidad de un cineasta independiente, pero es más justo reconocer que el paso de las producciones de bajo presupuesto a las grandes resulta igual de difícil en cualquier cinematografía. Muchos hemos considerado a Ben Wheatley como el «enfant terrible» del cine británico actual, y por eso “High-Rise” nos causa cierta decepción. Sus anteriores cuatro largometrajes “Down Terrace” (2009), “Kill List” (2011), “Turistas” (2012) y “A Field in England” (2013) aprovechaban muy bien su condición de películas baratas para mostrarse plenamente rupturistas, lo cual ya no es posible en su nueva propuesta con una producción de Jeremy Thomas que debe haber costado más de seis millones de euros. Y es que además, “High-Rise” es una obra deseadamente ambiciosa, en cuanto adaptación de la novela original de J.G. Ballard, muy representativa de la mentalidad crítica de los años 70, y que vista en la pantalla cuatro décadas después se hace rara. Hubiera encajado mejor en el contexto en el que surgieron “La naranja mecánica” (1971), de Stanley Kubrick; u “O Lucky Man!” (1973) de Lindsay Anderson.
Hoy en día funciona mejor “Snowpiercer” (2013), del coreano Bong Joon-ho, porque traslada la lucha de clases en un único escenario a una dimensión más distópica y apocalíptica. El trazado horizontal de los vagones del tren se corresponde en “High-Rise” con el vertical de las cuarenta plantas del rascacielos del título. Los de las más bajas intentarán llegar a las más altas, pasando por la interemedias, en esa sociedad vertebrada por el ascensor de acceso reservado. El arquitecto y creador utópico del edificio no podrá evitar el caos humano interno.
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