Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

La columna infame

La literatura judicial ha dado para mucho en nuestro país, especial y dolorosamente, para crear un supuesto escenario delictivo al que arrojar a disidentes o discrepantes políticos. No es de ahora esta tendencia literaria a crear un relato judicial al que llaman «legal», evitando siempre la palabra «justo». Lo que llama la atención es el hecho de que en otras épocas, se entendía que el modelo político, dictadura arriba abajo, se correspondía con los relatos. Ahora en cambio, los relatos son idénticos, con la salvedad que el régimen que los soporta es denominado democrático.

Hace ya bastante tiempo, tanto que la memoria se nos va hasta 1630, los jueces de Milán ordenaron la detención de unos vecinos que supuestamente habían untado las paredes de la ciudad con un engrudo que contenía la peste. Los detenidos fueron salvajemente torturados y, condicionados por la picana, confesaron lo que no habían hecho. Y fueron ejecutados. La sentencia añadía que en el lugar de la vivienda de uno de los condenados, derruida, se edificara una columna a la que se la añadió el título de infame, para recuerdo de las generaciones posteriores. Fue una de las máximas expresiones de literatura judicial en la Europa moderna. Por cierto, Milán, con sus jueces, pertenecía entonces a la Corona española.

De aquella infamia infame, Alessandro Manzoni hizo una investigación jurídica que trasladó a un libro que, con el tiempo, se convirtió en clásico. Dicen que era una novela histórica y que el protagonista fue el barbero Giangiacomo Mora, al que derribaron su casa y en el solar edificaron la columna del relato, para escarmiento futuro. Se ha relacionado, desde entonces, el título de la columna infame con la tortura, como ya lo recordó hace más 35 años en un mítico artículo que Alfonso Sastre coló en el diario entonces progubernamental, “El País”.

Con el debido respeto al recurso de Sastre, me permito tomar una nueva licencia y abordar la segunda de las infamias del caso de Giangiacomo, no el del trato que recibió, sino el de los jueces que ordenaron su tortura, ejecución y erección de la columna. Hay muchas columnas infames y una de ellas, precisamente, está en el estamento de los de la toga. En tantos y tantos jueces que hacen de sus sentencias un ejercicio de literatura.

En los últimos cincuenta años hemos vivido una época de represión extendida durante el franquismo, otra de represión limitada durante la transición y otra, en nuestros días en ese limbo del que se habla entre lo viejo y lo nuevo, centrada en un único objetivo disidente. Pero la justicia, a pesar de la modernización, a pesar de la democratización de las instituciones, a pesar del borrón y cuenta nueva, apenas se ha modificado.

Los jueces se han convertido en actores políticos, han transformado la justicia en literatura, es decir, han dejado de impartir justicia, valga la redundancia, para contar historias, novelas con guion político, películas de indios y vaqueros. Relatos maniqueos, de verdades tan absolutas que su sola presentación, si no fuera porque impartir justicia significa llenar o vaciar las cárceles, serviría para colmar libros y programas radiofónicos de antologías del disparate.

Con el Proceso de Burgos, celebrado en 1970, el juez daba probado que un puñado de estudiantes vascos «tenían contactos de todo género con entidades revolucionarias del extranjero, con los partidos comunistas, así como con las embajadas de Moscú, Pekín y otras, caracterizadas por su animosidad a España, de las que han recibido ayuda y apoyo en su empresa separatista». Jamás se tuvo noticia de asilo político de vascos en la URSS o China y las diferencias en cuestiones soberanistas entre unos y otros eran notorias. Pero qué más daba. Los jueces ya habían fabricado la historia que avalaría, entre otras, las penas de muerte.

La sentencia del 18/98 fue otro de los ejemplos. La interpretación se debería estudiar en talleres literarios, después de encontrar perlas como las siguientes: «ETA desprecia a la asunción de las medidas que la sociedad democrática pone a disposición de los ciudadanos para el cabal ejercicio de toda actividad política, optando por desarrollar acciones o adoptar actitudes que generan terror, inseguridad, desconcierto o desesperanza en la sociedad». Cabal ejercicio: literatura en su estado más puro.

Hasta llegar al paroxismo en la página 290 cuando se identifica con precisión el documento firmado con un nombre añadido a un «Ri Gatuna», una especie de gato egipcio que no es sino la carta (gutuna) al susodicho (ri). Un esperpento del tamaño de “Gulliver en el país de Liliput”, la sátira de Jonathan Swift.

Los jóvenes de Altsasu condenados a largas penas por una trifulca tabernera, lo han sido con el agravante de la discriminación ideológica, según los jueces que han impuesto y reafirmado las penas. La sentencia de la Audiencia Nacional debería ser, de nuevo, de estudio en talleres literarios. Sus afirmaciones son extraordinarias, como la de que hay que «ofrecer un plus de protección a determinados colectivos vulnerables y que especialmente han sufrido históricamente ofensas por su diversidad», en referencia al apoyo que merece la Guardia Civil.

¿Discriminación ideológica? Miren, señores jueces. Tengo la (in)sana costumbre de desperezarme leyendo las últimas noticias en los diarios, comprobando lo que escriben mis fuentes de Twitter, abriendo las ventanas de Facebook e Instagram. Y puedo afirmar con bastante aproximación que cada segundo se producen decenas de discriminaciones ideológicas no ya en el planeta, donde serían decenas de miles, sino en ese Estado que se llama España.

Y la mayoría de esas discriminaciones ideológicas provienen de banqueros, policías, militares, empresarios, voceros de la derecha y sicarios de la pluma. No he visto a ninguno de ellos empapelado por semejantes discriminaciones, a pesar de que muchas de ellas se dirigen precisamente a auténticos colectivos vulnerables. Ustedes son la columna infame judicial.