Karlos ZURUTUZA
A BORDO DEL OPEN ARMS

«¿ME TIRO YO TAMBIÉN?»

La negativa de Malta e Italia a permitir el desembarco de los 277 migrantes rescatados por el Open Arms empuja a muchos de ellos a arrojarse por la borda. Por el momento, es la única forma de llegar a tierra.

Ocho días esperando a que Malta e Italia garantizaran el puerto de desembarco más cercano y de forma inmediata como exige la ley. Decenas de emails enviados desde el puente del Open Arms dan fe de ello; decenas de llamadas de teléfono y comunicaciones por radio cruzadas con La Valeta y Roma, y no solo con ellos: también se pidió a Madrid que mediara. La respuesta fue siempre el silencio y, al final, han sido el agotamiento y la desesperación los que han escupido a casi un centenar de personas por la borda del Open Arms en los últimos dos días.

Con esta es ya la misión de rescate número setenta y seis de Open Arms, pero la primera en tiempos de pandemia. No hay dos travesías iguales, pero ninguna remotamente parecida a esta. Pasan ya tres semanas desde que la tripulación se sometió a una PCR y a un aislamiento de 48 horas antes de zarpar del puerto de Burriana (Castellón); luego siguieron diez días de temporal de un otoño que se abría paso impaciente por el Mediterráneo Central. La calma tras la tempestad facilitó las salidas desde la costa libia, y también el rescate de 277 náufragos que llegaban de Ghana, Sierra Leona, Nigeria, Egipto y otros tantos países de un planeta tan remoto como África.

Ocho días puede parecer muy poco tiempo, pero no cuando se cuenta cada minuto pasado luchando contra el agotamiento, el hacinamiento, el calor, el olor y la falta de sueño sobre una superficie que no deja de moverse. No es fácil pegar ojo incrustado dentro de ese puzzle humano sobre la tarima; tampoco para esos hombres de blanco que doblan guardias intentando gestionar el desastre.

No pasa ni un día hasta que se producen los primeros roces entre el pasaje. A Stephen le han desaparecido las fotos de esos ataúdes de diseño que producía con sus manos en Ghana (cree que son los egipcios); a pocos metros de él (siempre son pocos) Hassan, marroquí, se queja de que le han quitado su espacio para dormir: «Yo siempre duermo aquí, ¿es que no lo sabes?», le grita a un nigeriano que intenta ignorarle hasta que resulta imposible. Casi llegan a las manos.

Mientras tanto, el resto de los ghaneses siguen a lo suyo, cantando y haciendo percusión sobre las tuberías. «Se oye en todo el barco porque es de hierro», dice Kike, el de máquinas. Tenía guardia de noche ahí abajo y ahora no puede dormir de día.

Ocho días entre cuencos de cuscús con legumbre que se come con dedos rociados en clorina, la misma que se echan en los pies antes de entrar a uno de los dos aseos habilitados. Dos para 277.

El pasado martes por la tarde, Roma accedió a que el buque se protegiera del mal tiempo al socaire de Agrigento (Sicilia) y, de paso, poder evacuar a dos somalíes embarazadas. Nada más divisar la embarcación de la Guardia Costiera acercándose por popa, un egipcio se tira al agua desde popa. Y luego otro, y otro más. Así hasta diez. Desde el puente del Open Arms, Albert Mayordomo, jefe de la misión, activa el protocolo de socorro en su buque antes de avisar a la autoridad italiana de que la gente se está tirando por la borda. «No nos hacemos cargo», responden por radio los italianos. No tardarán en recular porque son sus aguas y su responsabilidad.

Todavía quedan siete hombres en el agua cuando se consigue finalmente evacuar a las somalíes. Dos horas después de que la paz vuelva a las aguas de Agrigento, Roma pide al Open Arms que ponga rumbo a Palermo. Ni en el puente ni en cubierta saben que es aún demasiado pronto para cantar victoria.

Desbandada

Circunnavegar Sicilia desde su extremo suroriental hasta el nororiental exige 16 horas de navegación. Palermo es eso que se ve a diez millas hacia las cinco de la tarde del miércoles. «¿Desembarcaremos esta tarde?», pregunta Ayub, un bereber de Agadir que habla en nombre de los 14 marroquíes a bordo. Roma aún no ha indicado ni el dónde ni el cómo. En realidad, ni siquiera hay confirmación de que se vaya a producir el desembarco. El atardecer es precioso, e incluso se acercan tres delfines a saludar, pero los ojos de los 267 sobre la cubierta del Open Arms siguen clavados sobre la capital de Sicilia. Y así, se hace de noche.

La cena será tensa. La tripulación saca de la bodega de popa las últimas latas de legumbre que servirá con pasta. Un día más hay que gestionar el hambre y la desesperación sudando bajo el EPI, la mascarilla y las gafas que insisten en empañarse.

«¿Alguien ha visto el puto abrelatas?», grita Pancho Gentico, un socorrista argentino que dobla faena en cubierta. Puede parecer una tontería, pero no cuando hay que gestionar a una multitud hambrienta. Hacen falta más de dos horas para dar de comer a todo el pasaje. El estómago les dará una tregua durante unas horas, pero la cabeza no descansa.

«¿Por qué estamos parados? ¿Por qué no enfilamos ya hacia el puerto?», repite varias veces y a gritos el más alto de los somalíes. Los egipcios no tardan en sumarse a la protesta mientras dos ghaneses aprovechan para dar las gracias a los voluntarios. Se lo dicen a ellos y a los que les increpan mientras el resto intenta acomodarse para pasar una noche más en cubierta. Como cada noche, será la conquista del espacio. También en el puente.

«La gente está agotada y cada vez más nerviosa. No puedo garantizar la seguridad ni del pasaje ni de la tripulación. Es urgente que nos concedan un puerto para desembarcar». Habla Ricardo Sandoval, capitán del Open Arms, y se dirige al Centro de Coordinación Marítima de Roma. Italia le remite a España y Sandoval estalla. «¿Se supone que tenemos que esperar tres días a que llegue un buque de rescate de Salvamento Marítimo desde allí?». Eso o que haya un buque de la Armada en la zona, pero no es el caso. No obstante, es cierto que el protocolo le exige que llame primero a Salvamento Marítimo; desde ahí le dicen que hablarán con Roma, que permanezca a la espera.

Dan las seis, las siete y las ocho del jueves, pero sigue sin haber noticias de Roma, ni tampoco desayuno. Y lo que es más grave, el barco parece seguir donde estaba ayer a la noche. A estas alturas ya no merece insistir en el estado de ánimo del pasaje. La presión sobre el puente es tal que se opta por enfilar hacia puerto a tres nudos.

Despacio. Roma se despierta para volver a negar un puerto e intentar calmar las aguas ofreciendo un puesto de fondeo a cuatro millas. Es justo en ese punto donde se desata el caos: cae un hombre al agua, y luego otro, y otros cinco más; luego siete y en menos de cinco minutos suman 39. «¿Me tiro yo también?», pregunta un bangladeshí a un tripulante desbordado. La respuesta es siempre que no, y menos aún sin chaleco.

Afortunadamente, todos han cogido uno del armario que forzaron durante aquellas horas en Agrigento. La Guardia Costiera remolonea como lo hizo entonces, pero pronto saldrán al rescate en una desbandada a la que se suman la Guardia di Finanza, un helicóptero y, por supuesto, los dos botes rápidos del Open Arms. Los últimos 75 en abandonar el barco son trasladados a tierra firme por una nave italiana. El resto mira desde cubierta, y en el puente siguen esperando una llamada de Roma.