Amaia EREÑAGA
DURANGO

El universo de José Manuel Rozas renace de cuatro décadas de duelo

En el óleo «Berpizkundea / Renacimiento» (1975), un hombre desnudo, de espaldas y con los brazos extendidos, mira al horizonte. Está en medio de un grupo de miniaturas, a su imagen y semejanza, que replican su posición. El cuadro simboliza también el renacimiento de José Manuel Rozas (1944-1983), cuya obra -social, sorprendentemente actual-, ha estado desaparecida durante cuatro décadas. El motivo, el dolor, el duelo, tras su dramática muerte.

Los personajes en miniatura poblaban los cuadros del malografo artista vizcaino.
Los personajes en miniatura poblaban los cuadros del malografo artista vizcaino. (Oskar MATXIN | FOKU)

¿Pero, por qué no lo conocíamos? Es la pregunta que surge ante la obra, desplegada en dos plantas, que recoge “Renacimiento”, la nueva exposición que acoge, hasta el 21 de mayo, el Museo de Arte e Historia de Durango. El título, un guiño a una de las obras del pintor y escultor vizcaino José Manuel Rozas (1944-1983), le va como anillo al dedo porque, de alguna manera, supone el regreso y la reivindicación de un artista cuya obra, en cuatro décadas, ha estado desaparecida. Casi no se ha expuesto, ha estado en barbecho, debido al dolor de su entorno tras su muerte, y regresa ahora, con mucho que contar.

De hecho, lo que se expone en Durango es la colección particular de la familia Rozas y, tras pasar por aquí, está previsto que viaje a la sala Ondare de Bilbo. «Fue curioso como conocí a Rozas. Yo no sabía nada de él -reconoce Garazi Arrizabalaga, responsable del museo de Durango-. Un día se puso en contacto conmigo el responsable de un museo y me dijo que me llamarían su viuda, Marijose Abasolo, y Elena Gartzia, una amiga. Vinieron al museo y traían un cuadro, ‘Galería Contemporánea’ (1970) y unos catálogos. Me quedé impresionada». ‘‘Galería Contemporánea’’ es una obra curiosa, llena de ironía; en tonos rosáceos, plantea la dicotomía entre tradición -la figura de su propio abuelo- y la modernidad del arte vasco.

La razón de este “olvido” o de este luto, como se quiera llamar, es honda: el fallecimiento de Rozas en circunstancias trágicas. En julio de 1982, los medios de comunicación se hacían eco de la noticia: José Manuel Rozas, un artista que residía en Sukarrieta, había muerto el 9 de julio en el hospital de Basurto, a consecuencia de un traumatismo craneo-encefálico y una conmoción craneal tras un altercado con los propietarios del asador Zaldua de Pedernales. Según recoge la prensa de la época, hubo una fuerte disputa -querían que moviera su coche, a lo que este se negó-, y su viuda denunció que el artista había recibido un puñetazo en la sien del conocido hostelero y exportero del Athletic Juan Antonio Zaldua y que luego su marido cayó al suelo. Sin embargo, en el juicio, el acusado lo negó, alegando que solo lo empujó y este se golpeó accidentalmente al caer.

La cuestión es que la vida y la carrera de José Manuel Rozas se truncaron de golpe. Solo tenía 38 años y preparaba una exposición por Estados Unidos, una vez había conseguido hacerse un nombre en el mundo del arte. Dejó una viuda devastada. También una hija. Y una obra que, excepto alguna excepcional exposición, no se ha mostrado desde su muerte.

Su legado y su vida

Ahora, cuando se cumplen cuarenta años de su fallecimiento, el universo de José Manuel Rozas se despliega de nuevo y resulta impactante, por su modernidad, su pulsión, su vida. Ander López, quien ha estudiado la pintura figurativa vasca en los años 70, es el autor del catálogo: «A priori puede parecer un artista desconocido -explica-, pero para muchos es portador de una gran originalidad poética. Supo crear, en sus composiciones escultóricas y pictóricas, unos mundos con un potente magnetismo que, en última instancia, son un maravilloso testimonio de la situación política, económica y cultural que vivía el País Vasco en los últimos años del franquismo».

Nacido en Bilbo el 9 de noviembre de 1944, José Manuel era el hijo menor de una familia represaliada por la dictadura. Sus primeros años transcurrieron entre Bilbo y Madrid, donde la familia trató de salir adelante, y, luego, Irun. En 1958 entró como seminarista en el centro Salesiano de Irun, donde pasó seis años y, autodidacta, realizó varios encargos artísticos, como el crucificado que preside el altar de la actual parroquia de La Salle-enea de Irun. En 1966 dejó el seminario, se instaló en un local en la margen izquierda que convirtió en su estudio y conoció que Marijose Abasolo. En 1975, buscando la naturaleza se instalaron en Sukarrieta, y el artista se dedicó a su arte y a su hija.

Con un lenguaje formal cercano del surrealismo, con fuertes tintes hiperrealistas y políticos, sus lienzos, esculturas, dibujos y grabados muestran su gran capacidad imaginativa. En la exposición nos encontraremos con los pequeños seres que poblaban sus cuadros, con sus enigmáticas esculturas hechas en pino de Oregón, con sus referencias a la situación política... Hay que fijarse en los detalles y acercarse, literalmente, a sus obras. Una recomendación: su obra más enigmática es “Alegoría con título (1982-1983)”, una escultura de madera, en forma de colchón y que, en su parte superior, tiene muñecos de madera que representan a los estamentos del poder... Está hasta el rey, con cara de no ser muy listo, por cierto.