Aritz Intxusta
Kazetaria
TXOKOTIK

Mijaíl, el hombre de los dientes de oro

Mijaíl tenía 17 hermanos. Le seleccionaron para morir junto con otros 27 millones de compatriotas pobres, buena parte de ellos mujiks, en las trincheras del frente ruso de la Segunda Guerra Mundial. Pero la suerte quiso que el ingenierillo no muriera. En las zanjas soviéticas se repartía un mal fusil y un buen cuchillo para cada tres hombres. Mijaíl decidió que eso no podía ser y, dos años después de su regreso, había inventado una automática que cambiaría la historia del mundo: la kaláshnikova. También se la conoce por sus siglas y el año de fabricación, es decir, como el fusil de asalto automático AK 47.

Hace diez años, Mijaíl acudió a una feria de armas en Abu Dhabi. Todos los países productores de armas habían apostado por poner azafatas de buen ver. Putin, no. Putin llevó como reclamo para sus tanques T-90 al padre del AK. Mijaíl aún llevaba ese día las medallas del mérito al trabajo de la URSS, pero lo que más brillaba eran sus dientes, la mayoría de oro. Aquel ingenierillo y, desde 2009, héroe nacional, confesó que creó el arma para proteger las fronteras de su país. Sin embargo, la kaláshnikova fue mucho más que eso. El AK fue el arma con la que pelear por el sueño de un mundo justo. Para Hizbulá es una de las letras con las que se escribe la palabra Dios.

Es falso que Mijaíl no cobrara un euro por su creación. De hecho, la URSS lo reconoció como creador del arma de la revolución y su hijo dirige ahora todo un emporio armamentístico. Al inventor también se le construyó en vida un museo en el pueblo donde diseñó su automática, Izhevsk, cerca de los Urales. Mijaíl, en realidad, era natural de un pueblo siberiano que no llega a los 4.000 habitantes, Kuriá.

Desde que murió, no dejo de pensar en esos dientes. Pienso que, cuando los gusanos se lleven la carne y el tiempo dé lustre al cráneo, su calavera conservará una cruel sonrisa dorada por los siglos de los siglos. Sueño que, en las noches heladas, sus molares de oro castañetearán en el ataúd como una ráfaga de AK. Así, el ingeniero que debió morir en Leningrado se reirá del Capital para siempre. ¡Agur, camarada Mijaíl!