Beñat Zaldua
Edukien erredakzio burua / jefe de redacción de contenidos

Ortuzar y los zánganos

(Daniel Muñoz | AFP)

La metáfora animal en el discurso político es tan vieja como la política misma. Y la que tiene que ver con las abejas y las colmenas es tan antigua como Aristóteles, como mínimo, que la utilizó para defender su sistema aristocrático. De hecho, hay un libro que repasa esta relación entre estos insectos y la política y la filosofía. Es de los hermanos Pierre-Henri y François Tavoillot y se llama “El filósofo y la abeja”.

No sabemos si Andoni Ortuzar conoce la obra. Por lo pronto, ha recurrido a la metáfora en al menos dos ocasiones esta campaña, una clara declaración de intenciones: reincidirá. Para el burukide, en estas elecciones, hay que elegir entre trabajadoras y amables abejas que polinizan, producen miel y solo pican si se les ataca –como el PNV, por lo visto– y las avispas, parásitos que no aportan nada y pican por su naturaleza agresiva, sin razón de por medio –a saber, EH Bildu–. Desde luego, no cabe esperar que tan elaborada metáfora encuentre hueco en futuras reediciones del libro.

Pensamos a través de metáforas. No sabemos si Ortuzar ha leído a los Tavoillot, pero en el PNV han estudiado a Lakoff, de eso no hay duda. Estas metáforas insertan imágenes sencillas en el imaginario colectivo, a partir de los cuales se elaboran categorías. En este caso, la imagen de Ortuzar entronca con un sentir popular bien conocido. No es particularmente original en este sentido. Hasta hay estudios. En 2018, investigadores británicos e italianos publicaron una encuesta a 750 personas de 46 países con conclusiones tajantes: las avispas causan aversión y las abejas son apreciadas.

Por burda y simple que sea –o quizá por ello–, no es fácil combatir metáforas como esta. De poco sirve recordar que las avispas son igual de beneficiosas que las abejas para los equilibrios ecológicos o que, en realidad, son unas grandes desconocidas. El citado estudio analizó 908 publicaciones científicas sobre estos insectos desde 1980 y encontró que solo el 2,4% se dedicaba a las avispas, mientras que el restante 97,6% se centraba en las abejas. Pero esto es como insistir en darse cabezazos contra la pared.

Quizá sea más útil seguir con la metáfora del propio Ortuzar. Las abejas viven en colmenas jerárquicamente estructuradas. La reina está en la cúspide, mientras las abejas obreras se encargan de recolectar el néctar con el que se produce la miel, segregan la cera, cuidan de las larvas, en resumen, se merecen el nombre que llevan. En último lugar están los zánganos, abejas que cumplen una función –la fecundación–, pero que, por lo demás, son bastante inútiles. Apenas ayudan a las obreras a dar un poco de calor a las larvas –cuando las obreras salen en busca de néctar– y a repartir el alimento –traído por las obreras–.

Uno de los problemas más graves que puede afrontar un apicultor con una colmena es la desaparición de la cría de abejas obreras, ya sea porque la reina solo pone huevos sin fecundar –de los que solo salen zánganos–, ya sea porque aparecen una o varias obreras ponedoras. Cuando esto ocurre, la sobrepoblación de zánganos pone en riesgo la viabilidad del sistema. Se le llama colmena zanganera y, si no se actúa a tiempo, condena la colmena al colapso.