Jesús Valencia
Educador social
KOLABORAZIOA

Tiempo de alianzas solidarias

El parto de la República catalana y las estridencias de la España monárquica se han convertido en focos de atención internacional. Ambos hechos me han traído a la memoria, salvadas las inevitables diferencias, algunos sucesos que acaecieron hace casi cien años y que tuvieron su impacto en Euskal Herria.

Corría el año 1918 y la España post imperial todavía no había encajado los malos tragos de Cuba y Filipinas. Cuando llegó la noticia de que la población del Rif también reclamaba la desconexión de la Metrópoli, se despertó en esta un torbellino de sentimientos viscerales: efervescencia del orgullo herido, patrioterismo histérico, resarcimiento de las humillantes derrotas coloniales. La primera reacción colectiva –muy propio de la España chulapona– fue la del desprecio. ¿Cómo osaban unos campesinos desarrapados desvincularse de la Gran Nación en las mismas narices de esta? Los conflictos perdidos en ultramar tenían como explicación la lejanía de los frentes de guerra; en la nueva confrontación, los sublevados estaban a un tiro de piedra. Bastaría un bufido de la vieja (aunque desplumada) potencia imperial para acabar con la locura de los independentistas africanos. ¡A por ellos! Soberbio y despreocupado, marchó a la guerra el Ejército español como si de una breve excursión se tratara. La realidad no se ajustó a las previsiones.

La España arrogante hubo de cambiar su discurso inicial. Los duros golpes sufridos en el campo de batalla obligaron a buscar algún culpable en el que descargar la rabia colectiva y la responsabilidad de los fracasos militares. Abd el Krim, la cabeza más visible de la revuelta rifeña, fue estigmatizado como el prototipo de crueldad, perfidia y falta de humanidad. Las barbaridades que dijeron de él los opinadores españoles de entonces podrían rivalizar con la torrentera de boñigos que están arrojando los actuales contra los líderes catalanes. Aquel discurso extremoso y beligerante concitó pasiones virulentas en la Península, pero no resolvió el conflicto: los rebeldes rifeños seguían adelante con su proyecto independentista.

De nuevo hubo que adecuar la estrategia. La siguiente consistió en cohesionar a la sociedad española en torno a la unidad patria y (medida bastante más realista) buscar apoyos internacionales para frenar a los alzados. El rey encabezó aquella campaña patriotera alineando tras sí a lo más variopinto de la sociedad española. Los socialistas de Indalecio Prieto rivalizaban con la derecha más cutre en defensa de la nación amenazada. Tras ellos, hacían causa común sindicalistas bizarros, damas de postín, obispos mitrados y una recua de infallables lameculos y de tontos útiles. En el ámbito internacional, hubo que recurrir a la armada francesa para intervenir conjuntamente en la batalla de Alhucema.

Para aquel patrioterismo histérico, resultaron ofensivas las posturas discordantes de algunos vascos solidarios. Estos reivindicaban el derecho que tenían los rifeños a defender su soberanía y sus fosfatos; denunciaron la «epopeya patria» como una vulgar guerra colonial; se proclamaron solidarios con quienes defendían en el Rif su tierra y sus derechos. La Patria entera renegó de aquel atajo de malnacidos que, además de corrosivos y traidores, eran vascos.

Mientras estos acontecimientos convulsionaban a España, tuvo lugar otro hecho menos conocido pero de gran interés. En Setiembre de 1923, se reunieron en Barcelona delegaciones catalanas, gallegas y vascas para promover conjuntamente la independencia de los tres pueblos. Participaron en la marcha de la Diada y fueron aclamados por el público asistente. El documento base que firmaron al día siguiente estaba impregnado de independentismo y pretendían que marcara las pautas de la nueva organización. La bautizaron como Triple Alianza, aunque la delegación vasca insistía en que se denominase Cuádruple, incorporando en ella a los patriotas rifeños. Aquel ilusionante proyecto tuvo una vida muy corta. Su firma aceleró la conjura que preparaban los militares y Primo de Rivera liquidó aquella Alianza a las veinticuatro horas de su nacimiento. La organización despareció, pero el espíritu que la inspiraba se mantuvo y sigue vivo.

El actual proceso constituyente de la República catalana ha radiografiado una Euskal Herria que guarda ciertas semejanzas con la de hace cien años. El «comunionismo» de Urkullu evoca al de Kizkitza: preservar, por encima de todo, el buen rollito con Madrid; mantenerse en comunión con la Moncloa sea quien sea su inquilino. Frente a esta obsesión de la minoría jeltzale dirigente hay una gran parte de la población que tiene otra sensibilidad: envidia la firmeza del pueblo catalán, admira su determinación por avanzar en el proceso constituyente, comparte su extendida vocación independentista, entiende que su apuesta fortalece la nuestra, siente como propios los ultrajes y amenazas que soporta un pueblo pacífico que aspira a ser libre.

Es la parte de la población que ya ha comenzado a movilizarse a favor de la República catalana como expresión viva y actualizada del derecho a decidir. Es la franja social que, a buen seguro, intensificará sus gestos soberanistas y solidarios.