EDITORIALA

Un idealismo destinado a empobrecer, no a inspirar

Mariano Rajoy actúa como si tuviese mayoría absoluta. Ciudadanos lo hace como si con su apoyo esa mayoría absoluta se alcanzase a través de una mezcla de matemática y metafísica. El PSOE actúa como si no fuese a apoyar a Rajoy, o al menos como si no fuese a regalarle el cargo; también actúa como si no hubiese alternativa a inhibirse, a apoyarle. Unidos Podemos actúa como si no estuviese preparado para no ganar las elecciones pasadas, como si no tuviese plan B al asalto a unos cielos que quedan a distancias siderales de la España real. Y todos actúan a su vez como si unas terceras elecciones fuesen imposibles, mientras potencian escenarios que objetivamente no dejan otra opción. A día de hoy, si no hay un transfuguismo concertado dentro del PSOE que lo evite en el pleno de investidura, si Europa no impone un Ejecutivo o incluso un tecnócrata una vez que venzan los plazos consabidos, si nadie fabrica una excusa para ceder tácticamente y suicidarse estratégicamente, la opción de unas terceras elecciones gana peso entre declaraciones vacuas y posados estivales.

Con todo, no es solo imbecilidad o incapacidad. Hay cálculos que, por siniestros y erróneos que parezcan, asoman detrás de cada una de estas posturas.

El caso es que todas esas inercias se anulan las unas a las otras, creando una extraña normalidad política. Por absurdo y esperpéntico que sea el espectáculo político español, lo cierto es que no provoca particular escándalo. Es más, deprava los discursos públicos sin coste aparente, o al menos con mucho menos del que cabría esperar. Por ejemplo, el debate ahora es si esas hipotéticas elecciones se darían en plena Navidad. No el déficit, ni las pensiones, ni la Lomce, ni la corrupción, ni la legislatura pasada ni la futura, sino la manera en la que el calendario religioso-festivo puede afectar a unas terceras elecciones. Como si el Estado español no estuviese en descomposición, al borde de la quiebra, inmerso en crisis sobrevenidas que requieren de algo más que deseos, parálisis y conjugaciones de términos que en español no significan absolutamente nada –como «regeneración democrática» en boca de unos posmofalangistas–.

La fórmula mental de «como si…» es la versión más primaria del idealismo. No de un idealismo en su sentido utópico, sino en forma de negación de la realidad, en contraposición al materialismo y al realismo político. No se puede negar que, al menos tácticamente y asociado con una suerte de fatalismo inducido («no hay alternativa, no puede ser de otra manera…), esa clase de idealismo goza de cierta efectividad política; puede dar resultados. Hasta que la realidad lo quiebra, lo cruje. Eso sí, tras haber dejado atrás muchas víctimas.

El espíritu de «virgencita, virgencita…»

Toda la apuesta de Iñigo Urkullu parte de esa misma clase de idealismo. Actúa como si hubiese algún escenario en el que el Estado español actual fuese a reconocer a la nación vasca –por si el negacionismo de PP y PSOE no fuese suficiente, Ciudadanos lo sublima–, fuese a considerar a sus representantes como interlocutores de pleno derecho –basta ver cómo ha humillado Rajoy al lehendakari en estos cuatro años– y, sobre todo, fuese a tratar a la ciudadanía vasca como igual en derechos y deberes, como adulta y soberana. El debate sobre la inhabilitación de Arnaldo Otegi para ser elegido democráticamente por sus compatriotas es una muestra de que esas tres condiciones ni se dan ni se van a dar. Acusándole de victimismo, Urkullu hace además dejación de su responsabilidad como lehendakari y muestra escaso nivel como adversario de Otegi, en la medida en que su hipotética inhabilitación le beneficia.

El lehendakari ejerce un «liderazgo burocrático» que ahoga el entusiasmo de hasta los más forofos de entre los suyos, que establece como techo aspiracional de vascos y vascas el ser «los que menos mal están de entre los españoles», que convierte la anormalidad española en un marco natural, que hace del miedo a perder un modo de vida y que inhibe las capacidades del país y de las personas que en él viven y trabajan. El de Urkullu es un idealismo que no inspira, que empobrece, y que antes o después la realidad española se encargará de poner en su sitio. Para entonces, cuanto más bajo hayamos caído por esta inercia más difícil será remontar. Para entonces, desde ya, habrá que construir una alternativa eficaz que aúne la demanda de derechos, la lucha contra la desigualdad y un espíritu emancipador que esté a la altura de los retos de Euskal Herria y del momento histórico.