Mikel Baldús Múgica
KOLABORAZIOA

Un tesoro en nuestras manos

Acudí con un diagnóstico que luego resultó fatalmente equivocado, en un estado de máxima urgencia pues el dolor se hacía inaguantable. Entré en Urgencias de Cruces y, a pesar de mis premuras para que me trataran de inmediato, hubo un médico, no de esos de impecable bata blanca y lustrosos zapatos, sino de los de «buzo», con camiseta, pantalón y zapatillas blancas, quien no se dejó llevar por las prisas ni por la opinión de otros médicos. Aplicó el protocolo y resultó que el diagnóstico parecía un juego de niños al lado de lo que él descubrió: una dolencia que requiere aplicar la cirugía más difícil para salir con vida; que a pesar de su aplicación, los resultados no apoyan los esfuerzos, pues 9 de cada 10 operados sucumben en el intento.

Cuando descubrió lo mío, su cara parecía un poema. Permaneció inmóvil durante un par de segundos que parecieron una eternidad. Yo, ingenuamente y a tenor del diagnóstico previo, le pregunté: «Qué, ¿encuentras esa maldita piedra en el riñón?» A lo que apenas me respondió para marcharse corriendo y volver casi de inmediato con otros cuantos colegas que, entre murmullos casi imperceptibles, supervisaron y confirmaron el nuevo diagnóstico. En breves momentos me vi envuelto en una vorágine de enfermeras y médicos que me llevaron en volandas hasta los quirófanos. Todos me decían que estuviera tranquilo, pero yo notaba, feliz en mi ignorancia, que los intranquilos eran ellos. Hubo una enfermera que me agarró una mano fuertemente y no me la soltó hasta que me durmieron. «¿Te molesta?», me dijo. Le contesté que era lo que necesitaba en ese momento. Junto al quirófano y mientras un médico me pedía el móvil para avisar a mi familia, se me acercó una mujer que se presentó como la cirujana que me iba a operar. Preguntó de repente: «¿Quién entra conmigo a quirófano?», a lo que varios de los allí presentes se ofrecieron cual si fueran soldados dando un paso al frente. Pero la atención hacia mi persona no quedó ahí. Los responsables del posoperatorio y de mi convalecencia están al mismo nivel. Nadie me dice nada que no sea estrictamente necesario, pero observo cómo son conscientes de lo que me ha sucedido y de mi fortuna. Sólo una enfermera que acudió a cuidados intensivos al día siguiente, se acercó a mí y tras saludarme efusivamente me comentó: «yo estaba en urgencias cuando lo tuyo y me fui con muy mal rollo a casa pensando que te ibas a morir. Pero cual fue mi sorpresa cuando esta mañana he visto que estabas en la lista».

Durante mis largas horas de convalecencia, he ido repasando minuto a minuto todo lo acontecido, dándome cuenta de la fina línea que separa la vida de la muerte y valorando en su justa medida el tesoro que tenemos en nuestras manos, cual es nuestra salud pública. Creo que no somos conscientes de lo que tenemos, un servicio que vela por nuestra salud y es capaz de dar la vuelta a un fatal destino.

Por ello, debemos apoyar a este sector en todo momento. Exigir a los políticos que blinden lo conseguido y estén dispuestos a reorientar sus presupuestos para dotar de medios a nuevas iniciativas que los profesionales, y solo ellos, propongan. Debemos ser intransigentes en esto y actuar al unísono, pues cuando nos falla la salud no hay partidismo que lo solucione.