EDITORIALA
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Elegir más allá de un imperialismo criminal reconocido y un fascismo pragmático e imprevisible

Las elecciones presidenciales del próximo martes en EEUU se presentan como un concurso entre dos nefastos contendientes que solo pueden vencer gracias a la repulsión que genera el otro en grandes capas de la sociedad norteamericana. Lo mejor que muchos votantes pueden decir de su candidato es que no es el otro. El que sea capaz de arrastrar a más personas que le voten, como se suele decir, con la nariz tapada, será el que dirija el que aún es el Gobierno más poderoso del mundo. Hillary Clinton o Donald Trump. Una perspectiva trágica desde todo punto de vista, sea este intelectual o político.

Tras las convulsiones del Brexit y el referéndum colombiano, nadie se atreve a afirmar sin paliativos que, tal y como indicaría la lógica política tradicional, Trump no pueda vencer. Durante esta crisis sistémica del capitalismo el fatalismo se ha convertido en una de las principales armas del establishment. «No puede ser de otra manera», sostienen, transmitiendo una mezcla de certeza científica y resignación cristiana. La una es falsa –la mentira cabalga como nunca en esta fase histórica– y la otra hipócrita –la religión y sus valores adquieren nuevas formas y significados en el terreno político–. Pero funciona, a veces. Otras, esta crisis tiene tales dimensiones, aristas y dinámicas propias, que sucede lo menos esperado, lo sorprendente. Son los fallos del sistema. Y esta carrera electoral explica mucho más de cómo funciona –y falla– el sistema político que cómo es en realidad la sociedad norteamericana, imposible de reducir a sus representantes; menos aún a estos dos.

Dilemas clásicos, y nuevos, de la izquierda

El debate dentro de la izquierda radical estadounidense ha sido muy rico en este proceso electoral. Primero en la disputa entre Hillary Clinton y Bernie Sanders en las primarias del Partido Demócrata y posteriormente en la batalla abierta entre Clinton y Trump.

En la primera, los argumentos fueron sobre todo internos e ideológicos, destinados a reflejar la verdadera realidad norteamericana –la negativa, de desigualdad, segregación y belicismo, por un lado, y la positiva de lucha contra esas políticas criminales, por otro–. Buscaban denunciar las políticas criminales dentro y fuera de EEUU, activar luchas y articular sectores a menudo inconexos en torno a una agenda progresista común. Esa agenda tuvo que ser recogida en parte en el programa legislativo de la candidatura de Clinton tras vencer a Sanders. Lo que históricamente había sido marginal se convirtió en oficial, según muchos en el programa más radical de la historia de los demócratas pese a tener una de las candidatas más reaccionarias.

Eso sí, sin más garantías que la presión social y el desarrollo de la dinámica política puesta en marcha en primarias. Lógicamente, muchos siguen pensando que la derrota de Sanders demuestra que ese programa solo se podrá desarrollar desde fuera del Partido Demócrata, a través de una nueva fuerza política.

También hubo entonces un fuerte debate táctico sobre quién era el mejor candidato para frenar a Trump, algo que se ha repetido más tarde al ver cómo Clinton era incapaz de vincular a amplios sectores, tanto por su trayectoria criminal e intereses corporativos como por la latente misoginia existente en grandes capas de la sociedad, entre otros muchos factores.

Llegados a este punto, la izquierda afronta uno de sus tradicionales dilemas, pero con formas nuevas y escenarios imprevisibles. Por ejemplo, Noam Chomsky plantea la opción de votar a Clinton como un mal menor, a la vez que recuerda que el acto de votar es también un hecho menor en una lucha cotidiana, sostenida y coherente. Angela Davis defiende que la prioridad es parar a Trump, sin por ello apoyar a Clinton pero sin ser tan «narcisista» como para no ser capaz de votarle.

En otra versión del mencionado fatalismo, otra parte de la izquierda sostiene que en el peor escenario las clases populares tomarán conciencia de su realidad y las cosas darán la vuelta entera. Esa poética idea de que antes del amanecer la noche es más oscura. Es el cálculo de que, en este caso, será más fácil hacer la revolución contra Trump que hacerla efectiva con Clinton como comandante en jefe. Como mínimo, un cálculo arriesgado.

En todo caso, este dilema no se puede resolver intelectualmente, sino a través de la práctica política. Por crucial que sea el evento electoral y demenciales sus actores, lo cierto es que en términos de proceso en EEUU existen opciones para la izquierda que, si aciertan, puede suponer avances y abrir otros escenarios.