Dabid LAZKANOITURBURU
CENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN RUSA (II)

Un «caleidoscopio de revoluciones» que propició la Revolución por antonomasia del siglo XX

La mayor revolución del siglo XX fue un continuum de revoluciones sucesivas que arrancan al calor de la implicación rusa en la Primera Guerra Mundial (1914) y culminan en el asalto al Palacio de Invierno

No hay revolución que merezca mejor ese nombre». Así resume el historiador Christopher Read los acontecimientos que, a partir de 1914 e incluso desde antes, desembocaron un 25 de octubre (7 de noviembre en el calendario actual) en el derrocamiento del Gobierno ruso y en la asunción de todo el poder por parte del Soviet de Petrogrado (Leningrado, hoy San Petersburgo), y coronado por el simbólico asalto al Palacio de Invierno, residencia oficial de los zares.

La Revolución de Octubre acabó de un plumazo con 500 años de autocracia zarista e inauguró una alternativa al capitalismo, tanto al interior del país, con la edificación de una economía socialista, como al exterior, con la exportación del modelo en todo el mundo, desde China a Cuba...

La transformación afectó a casi todos los órdenes de la vida, desde instituciones sociales básicas como la religión y la familia hasta el ámbito cultural, que en los primeros años de la URSS viviría una orgía prolífica en apuestas innovadoras.

Los sucesos de aquellas jornadas provocaron un vuelco total de la historia, solo equiparable al de la Revolución francesa de 1789. Pero, paradójicamente, fueron el resultado final de una concatenación de errores del Gobierno provisional y de casualidades, unida a la mezcla de tozudez osada y de capacidad magistral para anticipar las oportunidades y las fuerzas subyacentes en las coyunturas políticas por parte de Vladimir Ilich Ulianov. Un Lenin que, días antes (29 de setiembre), y ante el Comité Central bolchevique, exhortó a los suyos a que abandonaran su renuencia a actuar, amparados en el análisis marxista de que la revolución proletaria se inauguraría en su caso en Alemania o Gran Bretaña, nunca en la «atrasada» Rusia. «La historia no nos perdonará si no asumimos el poder ahora», les urgió.

Frente al mito de la historiografía soviética de un levantamiento popular masivo, popularizado en el film «Octubre» de Sergei Eisenstein, lo cierto es que a la Guardia Roja y a los soldados a las órdenes del Soviet les bastó con apoderarse la noche anterior de las estaciones, las centrales telefónicas y de correos para darse cuenta de que prácticamente no había casi Estado al que derrocar.

El propio Leon Trotski, líder menchevique (corriente históricamente mayoritaria del POSDR) que meses antes se había alineado con los bolcheviques de Lenin, y presidente del soviet de Petrogrado, cifró en no más de 30.000 los implicados en aquellas dos jornadas.

Toda revolución lleva aparejados tanto sus propios mitos como sus «antimitos detractores». Y esta no es la excepción. Así, ya desde 1917 pero sobre todo al amparo de la Guerra Fría y finalmente tras el anunciado triunfo del neoliberalismo posthistórico, no pocos sovietólogos occidentales se han escudado en la secuencia de aquellos últimos días para presentar la Revolución rusa como un golpe de Estado perpetrado por una minoría bolchevique que aprovechó la debilidad de Rusia para alterar el curso natural de la historia e inaugurar un paréntesis de 70 años de totalitarismo.

Estos «seudo»-análisis pasan por alto el hecho de que Octubre no es sino el colofón y obvian que si el poder cayó aquel día como fruta madura fue debido que el Gobierno Provisional que había sustituido al derrocado zar nicolás II tras la llamada «Revolución de Febrero» y la reinstauración de la Duma (Parlamento) se mostró durante todos aquellos meses absolutamente incapaz de liderar un país desangrado por su participación en la I Guerra Mundial y en una deriva económica y social imparable (hambrunas y pobreza generalizada).

Más allá del debate sobre si se puede utilizar el término revolución para designar los sucesos de Febrero –sobre todo para contraponerlos a Octubre–, todos ellos formaron parte de un continuum en el que, como analiza Julián Casanova en su libro «La Venganza de los Siervos» (editorial Crítica Barcelona), hay que remontarse a 1914, y que tuvo su preludio en la Revolución de 1905 tras la derrota rusa ante Japón. Aquella insurrección, ahogada en sangre, presagió con las exigencias de tierra por parte del campesinado, de exigencias laborales y políticas de los obreros y con la rebelión de los soldados (Acorazado Potemkin) la concatenación de sucesos que sacudirían a Rusia desde que, contra el consejo de sus asesores, el zar decidiera embarcar al país en la Gran Guerra.

De desertar en masa, los soldados rusos pasaron a desafiar abiertamente a los oficiales que les guiaron en una guerra en la que murieron o resultaron heridos la mitad de los 15 millones de hombres movilizados, la mayoría campesinos. La exigencia del final de la guerra estuvo en el centro de las reivindicaciones y la implicación de los soldados fue, por vez primera en la historia, vital para su triunfo. Como lo fue la implicación en las protestas de las mujeres, entre ellas las soldatki (mujeres de los soldados). No en vano la manifestación del 8 de marzo de 1917 (23 de febrero en el entonces calendario juliano) fue la que desencadenó el inicio del fin de la vieja Rusia.

Tampoco se pueden olvidar asimismo las crisis nacionales que se dieron en paralelo en los distintos territorios del país más grande del mundo, pero sin duda merece especial atención el papel del proletariado, incipiente pero al alza desde el inicio del tortuoso proceso de industrialización de Rusia a mediados del XIX. Y, de su mano, o en su vanguardia, el de la inteligentsia revolucionaria, bregada por décadas de lucha, represión y exilio.

Pero acaso el papel más importante –callado y minusvalorado–, fue el de las masas campesinas, que vieron en el lema «Todo el poder a los Soviets» el reflejo actualizado de su vieja idea de comunalismo rural, con la que durante siglos habían intentado luchar contra la servidumbre que les impuso durante siglos la aristocracia zarista.

Lenin y los bolcheviques triunfaron porque comprendieron perfectamente e hicieron suyas en todo momento esas reivindicaciones. Lograron así la complicidad, pasiva y cada vez más activa, de la mayor parte de la sociedad

Entendieron que toda revolución es un caleidoscopio de variados ideales y anhelos pero en el que, como ocurre la visionar al interior de ese cilindro, la profusión de imágenes están relacionadas unas con otras.

Ocurre, sin embargo, que al girar el tubo, en este caso al pasar de lograr la Revolución a liderarla, las mismas imágenes pueden mutar y trastocarse. Pero eso ya es otra historia.