Alberto PRADILLA

Los que llegaron antes del cierre y esperan en Bruselas

Una parte de los miles de refugiados que emprendieron la «ruta de los Balcanes» antes de su cierre espera en Bruselas para regularizar su situación. Hasta que los lentos trámites se cumplen, residen en campos de acogida. Su objetivo: papeles y un trabajo.

Casi al mismo tiempo que dos centenares de refugiados eran expulsados desde Lesbos a Turquía, Raed Khalil y Kadim al-Karama, exiliados iraquíes, se presentaban ante la Oficina de Extranjería de Bruselas para recabar información sobre su solicitud de asilo. Nada en siete meses, cuando llegaron después de realizar el penoso trayecto que comienza en el mar Egeo y que les obligó a avanzar a través de Grecia, Macedonia, Serbia, Hungría, Austria, Alemania y, finalmente, Bélgica. En realidad, se sienten afortunados. Salieron de Tikrit, su localidad de origen (ciudad natal de Saddam Hussein y uno de los municipios que estuvo bajo el control del ISIS hasta hace un año), ha tenido premio. Están en la capital europea, duermen en un campo para los desplazados y aunque su día a día transcurre entre el hastío de no poder hacer nada más que esperar, confían en no ser deportados. «Nuestro problema es encontrar trabajo. Me da igual dónde estar si tengo un empleo», argumenta Khalil, preocupado por las noticias de las expulsiones a Turquía.

«En Irak hay bombas todos los días. Además, está el Estado Islámico», insiste el joven, que observa con cara de incredulidad cuando se le pregunta cuál fue la razón que le empujó a dejar su cada. Como si pensase «¿te parece poco?». Otra cosa es que esta explicación sea suficiente para la Administración belga. Es lo que le ocurre a Mohamed al-Khatib, un palestino de Ein El Hilweh (campo de refugiados en Saida, al sur de Líbano), que lleva tres años en Bruselas y que ya ha visto rechazada su reclamación en dos ocasiones. Aunque él no desiste, su caso se gestiona como inmigrante económico, ya que en Líbano no existe ahora ningún conflicto armado abierto.

El trayecto de este exiliado palestino fue aún más largo y peligroso. En Beirut tomó un avión hasta Sudán del Sur. De ahí se desplazó hasta Libia, desde donde los traficantes de seres humanos lanzan sus precarias embarcaciones. Llegó a Italia y, desde allí, alcanzó Bruselas. «Me siento triste, pero no pienso volver», asegura. Como no tiene papeles, su única alternativa es trabajar en «negro». Y eso que experiencia no le falta: ha estado empleado como fontanero, peluquero y vendedor en una gasolinera.

«Me siento como si fuese un animal»

«En el campo me siento como si fuese un animal», lamenta Al-Karama, que se queja del control de los accesos. En Bélgica hay actualmente 90 centros que acogen al menos a 50.000 personas. La gran afluencia de refugiados llegó a desbordar sus capacidades y en el mes de setiembre un amplio grupo acampó en el parque Maximilian, justo frente a la Oficina de Extranjería. Ante la ineficacia del Estado, fueron grupos de voluntarios los que dieron una primera respuesta. Hoy todavía siguen funcionando y, diariamente, acuden a los alrededores de la sede gubernamental a ofrecer desayunos a los exiliados que hacen cola para regularizar su situación.

Los atentados de hace dos semanas no han hecho sino empeorar su situación. «Tengo miedo», dice Al-Karama. Los tres niegan haber sufrido una mayor discriminación después de los ataques, pero no las tienen todas consigo. A la espera de unos papeles que ni siquiera tienen garantizados, dejan transcurrir las jornadas entre visitas a la Oficina de Extranjería y sesiones de gimnasia en uno de los campos. Y, a pesar de todo, no se arrepienten. «Estamos mejor que cuando salimos de Irak», resume Khalil.