Pablo L. OROSA
Eldoret (Kenia)
EL USO DE LAS DROGAS COMO ARMA DE CONTROL LLEGA A ÁFRICA

EL «GLUE» INUNDA ELDORET, LA EXCUSA PARA LA LIMPIEZA SOCIAL

La estrategia no es nueva. Lo han aplicado antes en Myanmar o EEUU. Inundar las calles de drogas para justificar la persecución a una minoría. En Eldoret, la quinta ciudad más poblada de Kenia, más de 3.000 jóvenes de la calle están enganchados al pegamento. La excusa perfecta para que nadie se preocupe cuando son golpeados, se les mata o simplemente «desaparecen».

Al alba, Eldoret bulle ya a un ritmo color azafrán. La ciudad se despereza tranquila y las montañas que la han hecho famosa se llenan de carreras. De campesinos que bajan a vender las cosechas al mercado; de jóvenes que sueñan con ganarse un futuro como atletas. Por algo hay carteles publicitarios que recuerdan que este es el «hogar de los campeones». De los afamados fondistas kalenjin.

«Pero sabes una cosa, hay chicos tan buenos como los kalenjin. Incluso mejores. Pero da igual, nunca van a llegar a competir en los nacionales. Esos puestos están reservados para los kalenjin», confiesa Kevin, que en realidad no se llama así, con el resentimiento escapándose entre los dientes que ya no tiene.

Los kalenjin, mayoría en estas montañas, han impuesto la ley que es norma en Kenia: pesa más el origen que las aptitudes. Hace una década, durante la campaña electoral de 2007, las ondas de Kass FM llamaban a los jóvenes del condado a «limpiar la mala hierba», en alusión a la mayoría kikuyo, de las tierras ancestrales del Rift Valley. Meses de proclamas incendiarias, un eco de aquel proceso de deshumanización con el que la Radio Television Libre des Mille Collines animaba a los hutus a «exterminar a las cucarachas» tutsis durante el genocidio en Ruanda, que se tradujeron en Eldoret en uno de los episodios más sangrientos de la violencia poselectoral: una treintena de personas de etnia kikuyo, en su mayoría mujeres y niños, fueron quemados vivos por una turba kalenjin que prendió fuego a la iglesia en la que se había refugiado en la madrugada del 1 de enero de 2008.

Casi 1.300 muertos y más de 600.000 desplazados después, un pacto político todavía vigente –pese a los altibajos– puso fin al invierno sangriento y granjeó a los kalenjin el dominio despótico de las montañas: basta con que un vendedor de fruta roce a un líder kalenjin para que días después «150 hombres armados con machetes», relata un testigo, se paseen por la ciudad amenazando a algunos hombres, incluido el vendedor: «Ten cuidado. Tú no perteneces a esta comunidad». Hasta la fecha, los kalejin han mantenido su promesa de apoyar al recientemente reelegido presidente Uhuru Kenyatta, a cambio de que en 2022 los kikuyo les devuelvan el favor y aúpen al actual vicepresidente, el kalejin William Ruto, a la Presidencia. Algo que todos en el país, desde sociólogos a taxistas, dan por descartado.

Pero mientras este nuevo escenario de lucha de poderes se avecina, en Eldoret las autoridades kalenjin han encontrado un nuevo chivo expiatorio con el que mantener la atención lejos de la corrupción y los desmanes despóticos: los 3.000 chicos de la calle que inundan la ciudad.

Drogas: lo más efectivo

En las mesas del Maggie, donde las bandejas con chapatis y té con leche conviven con el partido del Chelsea, las cervezas y la venta de carne fresca, los chicos de la calle tiene la culpa de todo. De que la tasa de VIH en la ciudad esté dos puntos por encima de la media nacional. De que no se pueda pasear por el mercado sin temor a que te roben el teléfono. De que todo esté sucio.

Desde su llegada al poder como gobernador del condado en 2013, Jackson Mandago no ha dejado de advertir públicamente de que su prioridad es «limpiar la ciudad de ratas». Un juego de palabras con el que ponía en la diana a todos los que no son kalenjin, especialmente a los chicos de la calle, a los que tilda de criminales. Es cierto que roban. También que algunos se han organizado en bandas. Pero es que en un entorno que los repudia y los estigmatiza, la violencia y las drogas son demasiadas veces la única salida. «Para sobrevivir aquí es la única manera», asegura Peter Njenga, quien fue como ellos un chico de la calle y hoy lidera la Ex-Street Children Community Organisation.

«El problema es que la gente no quiere relacionarse y mucho menos darte un empleo. Si eres un chico de la calle, si consumes droga, te desprecia. Ni siquiera está dispuesta a ayudarte», sentencia Joseph. Él hace un año que no consume. «Sólo tabaco». Ya no vive en el vertedero, en las barracks, como se las conoce aquí, se ha mudado a la villa miseria de Langas con un amigo. Tiene una americana que no es de su talla y una camiseta naranja bastante limpia. Aún así no consigue trabajo. «Vivo de lo que recolecto».

Fomentar el discurso tribalista

El discurso tribalista, el artificio de crear un enemigo interno contra el que unir filas, ha calado tanto que casi nadie en Eldoret se empezó a preocupar cuando los chicos de la calle empezaron a desaparecer en 2015. Primero con las deportaciones forzosas, hasta Malaba, apenas a dos kilómetros de la frontera con Uganda; después con las redadas de los askaris, cuerpos de seguridad bajo el mando del gobernador, que se traducían en desapariciones. Jóvenes que nunca volvieron. Se calcula que pueden ser más de 200. «Las cifras son inexactas. Sabemos que ha habido alrededor de 20 muertos, pero los desaparecidos son cientos. No sabemos exactamente cuántos. El Gobierno central es muy consciente de lo que está ocurriendo en Eldoret, pero actúan con complicidad», reconoce Ken Wafulla, responsable local del Centre for Human Rights, Democracy and Mediation. El último caso, el pasado mes de marzo, cuando nueve jóvenes fueron detenidos de madrugada. «Los llevaron a comisaría a medianoche y alrededor de las dos de la mañana fueron enviados en un transporte sin destino conocido», alerta Njenga.

Descenso a los infiernos en 4 pasos

Tanui tiene la camisa rota. La chaqueta rota. El labio roto. Pero no le duele nada. Hace tiempo, exactamente cuatro años, que dejó de sentir dolor. Por entonces trabajaba como guardia de seguridad, cuando en un asalto resultó herido. Le quedaron secuelas que le impiden moverse con agilidad. No hay ninguna empresa en Eldoret que quiera un guardia de seguridad que no pueda correr. Tanui perdió su trabajo y a su familia. Su mujer y sus tres hijos. «Solo soy una carga para ellos, prefiero estar aquí. Solo entre Dios y yo». Por aquí, Tanui se refiere a un desagüe seco al que acuden moscas y cucarachas en busca de restos de comida y que él ha convertido en su casa. Su otra casa, la de su familia, queda en el valle, en el condado de Marakwet. Esta, la de la calle, apenas está a 150 metros del ayuntamiento de Eldoret.

Pero Tanui es invisible para los demás. Pasan a su lado, camino del hospital, de las huertas o de la montaña sin que nadie repare en él. Tampoco Joseph, que esta mañana se ha parado a ver como se encuentra su antiguo compañero. Ayer, a última hora de la tarde, otros chicos le dieron una paliza. Dicen que fue por el pegamento.

«Pero yo ya no tomo. Me estaba comiendo por dentro. Cuando lo tomaba –continúa, sin dejar de mirar a Joseph– estaba alucinado, creía que la ciudad era mía. Pero he visto lo que hace el glue a los chicos. Muchos han enfermado. Y yo no quiero morir». Aunque hay días que lo parece.

La espiral de la drogadicción en las barriadas de Eldoret es siempre la misma. Un descenso a los infiernos en cuatro pasos. Marihuana, pegamento, brown sugar –un compuesto a base de heroína– y changa. «Yo probé el pegamento con 9 años», confiesa Elijah Ngoroge. Hoy tiene 20 y el saco de chatarra que arrastra medio vacío. Así, difícilmente va a conseguir los 150 chelines que suele reunir a diario (algo más de 1 euros). «Aquí en las barracks todos lo toman» Llega de Nairobi. Y el litro se vende a 300 chelines (2,5 euros). «Un chico es quien lo distribuye. Así él gana algo de dinero».

La «guerra química»

Elijah llega a esnifar un litro al día. El pegamento está barato. Demasiado. No hay cifras ni estudios que lo respalden, pero sí una sensación generalizada en la ciudad de que hay más droga que nunca. Los activistas de la Ex-Street Children Community Organisation están convencidos de que se trata de algo deliberado, de una maniobra del gobernador para justificar su política contra los chicos de la calle. En Myanmar, la «guerra química» es uno de los pilares de la política de contrainsurgencia impulsada por el Tatmadaw. En EEUU, a la pesadilla de la heroína y la cocaína se le pone apellido latino para justificar el discurso aislacionista. En Eldoret, afirma uno de los trabajadores sociales que prefiere no desvelar su identidad, las autoridades podrían detener la venta fácilmente. Pero prefieren no hacerlo.

«Yo lo necesito para encontrar algo de confort, para olvidarme de lo que hay alrededor». Y es que alrededor de Elijah sólo hay un montón de latas, una gorra raída y una botella color azafrán. Exactamente lo que el gobernador Mandago espera que haya.