Víctor Esquirol
Crítico de cine

Al infinito; a ninguna parte

El Festival de Cine de Locarno nos lleva, en una sola jornada, del cielo al infierno: con ‘Human Flowers of Flesh’, Helena Wittmann se consagra como uno de los mayores talentos; después, Ruth Mader naufraga con ‘Serviam – I Will Serve’, reválida empeñada en bendecir la obviedad.

Helena Wittmann y su equipo, en Locarno.
Helena Wittmann y su equipo, en Locarno. (NAIZ)

En este espacio dedicado a los festivales de cine me ha tocado hablar en más de una ocasión de la que sin lugar a dudas es una de las principales funciones de dichas celebraciones. Esto es, confirmar si estallidos de talento que se vivieron en el pasado, fueron cuestión de ‘flor de un día’, como suele decirse, o si por el contrario fueron un primer atisbo de algo aún más grande que todavía estaba por llegar. Hoy la competencia por el Leopardo de Oro se especializa en esta labor, con una especie de examen por partida doble, en el que dos directoras deben ponerse frente a sus últimos trabajos, y demostrar que lo que les queda por decir, tiene más recorrido, más allá de estos tan deslumbrantes antecedentes.

Empieza la jornada, puede decirse ya, con la que seguramente va a ser una de las mejores noticias de este certamen. La alemana Helena Wittmann presenta ‘Human Flowers of Flesh”, después de haber sorprendido, en la Semana de la Crítica de Venecia, hará ya cinco años, con ‘Drift’, su primer largometraje, una odisea marítima que, en sus mejores momentos, invocó toda la energía del océano para que nosotros, hipnotizados por el mareante oleaje de este, sintiéramos el placer casi sublime de ahogarnos en una sala de cine. ¿Pero de qué iba aquella película? ¿Y de qué va esta? Es difícil decirlo, mucho más aún es recordarlo. Digamos que tanto una experiencia como la otra obedecen a ese salto al vacío: sumergirse, literalmente, en las abismales aguas de lo desconocido.

Ahora, la cámara sigue a una tripulación compuesta por cinco personas. A la cabeza va Angeliki Papoulia (presencia fundamental para entender no solo el auge del cine de Yorgos Lanthimos, sino también el estallido de cierta nueva autoría que ha tenido su epicentro en las tesis y los tonos marcados, en los últimos tiempos, desde la cinematografía griega); la siguen un grupo de marineros provenientes de Brasil, Croacia, República Checa, Alemania… Cada uno habla su propio idioma, y nadie parece saberse comunicar con otras herramientas –lingüísticas– que las que les otorgó su respectiva nación de origen. Aún así, los lazos entre ellos son fuertes; no parece que tengan ningún problema en transmitir sus pensamientos e inquietudes a sus compañeros.

A todo esto, el aparato cinematográfico decide dejar de subtitular algunas de sus conversaciones, en un claro gesto de señalar que en esta aventura (que nos llevará del puerto de Marsella al de Sidi Bel Abbes, en Argelia), las palabras son lo de menos. Y ahí seguimos, aceptando, poco a poco, que ‘Human Flowers of Flesh’ debe entenderse y explicarse a partir de las sensaciones que emanan de un lugar: ese fondo del mar (Mediterráneo) repleto de maravillas por descubrir. Como cabía esperar, y como le pedíamos a Wittmann, la cámara vuelve a marearnos con los movimientos sinuosos de una masa de agua inabarcable, que cuando nos hemos querido dar cuenta, ya ha empapado todos los aspectos de una historia cuyo propósito es este mismo: fundirse con el medio por el que navega.

Así, el hecho de ir del punto A al punto B (la esencia de todo viaje) borra tanto el origen como el destino, y nos sumerge en un recorrido que lo es todo. Con este su segundo largometraje, Helena Wittmann se confirma como uno de los talentos más apabullantes de la autoría cinematográfica mundial; como una súper-dotada a la hora de entender y poner en funcionamiento aquello que solo puede ser entendido y plasmado en clave estrictamente cinematográfica. Esto va, al fin y al cabo, y en efecto, de perderse en imágenes, en sonidos, en movimientos… pero sobre todo, en los sueños que todos estos estímulos pueden alimentar. El mar ha tomado posesión del film, y de nosotros mismos, y ahora solo es posible pensar e imaginar en clave acuosa.

Las mejores experiencias, ya se ve, son las que nos cambian (para bien, se entiende); en este caso, las que confirman lo que ya sospechábamos. Pero también, no está de más recordarlo, todo lo que Locarno nos puede dar, Locarno nos lo puede quitar, en un abrir y cerrar de ojos. Sigue la jornada, sigue el Concorso Internazionale… y por desgracia, se hunden las buenas sensaciones. La siguiente en presentar trabajo es la austríaca Ruth Mader: la directora y guionista llega al Ticino con ‘Serviam - I Will Serve’, un errático cuento de terror infantil, con el fanatismo religioso cristiano de telón de fondo.

Ahora el antecedente más próximo cabe situarlo en ‘Life Guidance’, una estimulante parábola que, a través de los mecanismos de la ciencia-ficción, exploraba las cada vez más aberrantes desigualdades sociales alimentadas por el capitalismo. Un recuerdo remoto, muy lejano, en comparación con lo que ahora mismo está proyectando la pantalla. En esta ocasión, estamos en un internado católico pensado para educar a las niñas de las élites de Austria; un centro en franca decadencia que, de repente, recibe un posible milagro del cielo: una enérgica alumna cuya devoción por la palabra del Señor, podría marcar un punto de inflexión en la manera como las otras alumnas se relacionen con Dios.

Entre Ulrich Seidl y Jessica Hausner, pero siempre a años luz de la maestría de dichos cineastas, Mader se pierde en un formalismo vacío (sobre-uso de la banda sonora, mimo en la iluminación estilizada, filia por encuadres con valor estético pero nula aportación narrativa, etc.) para dar forma a un relato que en la más de hora y media que toma, es incapaz de aportar un solo comentario que no se haya oído ya, innumerables veces antes. La realizadora ahora prueba con insertos de cine de animación; ahora con montajes absurdamente estirados en la construcción de tensión… y siempre se queda en ninguna parte. En la frustrante constatación de la obviedad, es decir, en señalar que los poderosos (los adultos; los que dicen tener comunicación directa con las más altas instancias) aplastan la candidez de aquellos que no lo son. Sin matices ni ambigüedades en el discurso; sin ninguna revelación que mitigue la decepción de la promesa incumplida.