Trump «el pacifista o el pacificador»
En estos días en los que el mundo se devana los sesos sobre qué supondrá el regreso de Donald Trump, convendría matizar, cuando no desmontar, otra «fake new» vinculada al magnate que han comprado no pocos a diestra y siniestra. La de que el futuro presidente es un pacificador, cuando no pacifista.

La política internacional nunca gana elecciones en EEUU. Que se lo digan a George Bush padre, quien, tras su victoria en la Primera Guerra del Golfo, perdió en 1994 contra Bill Clinton. Pero ayuda.
La aplastante victoria de Trump ha llegado cimentada por cuestiones internas. La inflación –la canasta básica, incluido el preciado galón de gasolina, ha subido 20-30 puntos desde la pandemia–, la criminalización de la inmigración y el creciente conservadurismo de las minorías, sobre todo la latina, se han conjugado con el odio atávico a Washington de los trabajadores blancos de «cuello azul» castigados por las deslocalizaciones, y con el voto tradicional republicano, para infligir la más vergonzosa derrota al Partido Demócrata.
Pero la debilidad y la complicidad de la Administración Biden respecto a Israel ha podido ser la puntilla para su vicepresidenta y candidata Kamala Harris. No solo por la abstención de la minoría árabe-musulmana en estados claves como Michigan, sino también y por la de un electorado progresista y joven que no entiende cómo es posible contemporizar, y armar, a un criminal presunto como Netanyahu.
El hartazgo de la población estadounidense ante la guerra de Ucrania con su doble efecto económico: inflaccionista de un lado, y un pozo sin fondo de ayuda sin la que Kiev capitularía ante Rusia en semanas de otro, ha encontrado un bálsamo con la promesa de Trump de que parará la guerra en su primer día de mandato.
El presidente electo de EEUU se presenta como un líder «que se hace respetar», por contraposición a Biden, y ha prometido que vuelve para acabar con «todas las guerras» –se supone que incluye la de Israel en Oriente Medio–.
Y pone como prueba que durante su primer mandato (2016-2020) no provocó guerra alguna. Al contario, que lo que hizo fue acabar con las que EEUU había iniciado.
En realidad, la escalonada retirada de Irak la comenzó Bush hijo en 2007 y la culminó Obama en 2011.
Trump, eso sí, negoció en 2020 con los talibanes en Qatar una retirada de Afganistán que un año después Biden haría efectiva. Pero lo que no hizo el magnate fue pactar una transición, y, sobre todo, que tuviera en cuenta los escasos, aunque reales, avances de la mujer afgana bajo la ocupación. Su situación hoy es dramática. Este ejemplo viene como anillo al dedo para caracterizar a quien el 20 de enero volverá a la Casa Blanca.
Trump es un nativista. Un «nacionalista Made In USA». Sus lemas, America First (América Primero) y Make America Great Again (Hacer América Grande De Nuevo), resumen su política interior y exterior (proteccionista en lo económico y exclusivista en lo político).
En 1987, cuando era un magnate ruinoso, –prototipo de hijo de empresario– y cuando solo él soñaba con llegar a la Casa Blanca para enjuagar sus pérdidas, Trump publicó una «Carta Abierta al pueblo estadounidense» en la que denunciaba que sus aliados se aprovechaban de EEUU detrayendo ayudas para «nuestros agricultores, nuestros enfermos, nuestros sin techo» (Maya Kandel, Los EEUU de Trump, 'Vanguardia Dossier').
Esa obsesión, que en ningún momento tiene en cuenta los ingentes dividendos de todo tipo cosechados por EEUU desde que instauró su hegemonía tras la II Guerra Mundial, explica su hostilidad respecto a sus aliados europeos, su abandono de acuerdos mundiales como el del clima de París y su renuencia a intervenir en conflictos que considera una carga para el país.
A Trump le interesa cero lo que pasa fuera de sus fronteras. Con la excepción, eso sí, de Latinoamérica, a la que, aplicando la vieja «Doctrina Monroe», considera el patio trasero. El nombramiento del gobernador de Florida Marco Rubio como secretario de Estado apunta en esa dirección.
A Trump le importa poco o nada lo que pasa fuera pero, ojo, siempre que no afecte a Estados Unidos –y de paso a su propio ego–.
Su enfoque es «lograr la paz por la fuerza». Así, cultiva un aura de hombre fuerte y no oculta su admiración por líderes autoritarios como el el ruso Vladimir Putin, a quien, como ocurre con otros como el húngaro panmagiar Orban, y la italiana postfascista Georgia Meloni, también le une, además de la criminalización de la inmigración, la defensa de una visión ultraconservadora en materia de derechos de la mujer y de las minorías sexuales.
El primer mandato de Trump fue un «quiero y no puedo». El estreno de un principiante iracundo que cambiaba de secretarios de Estado y de jefes de Gabinete cada año. Mostraba así su ira ante los «adultos en la habitación», republicanos y militares, que frenaban sus iniciativas. No logró retirar totalmente a los marines que ayudan a los kurdos en Siria. Tampoco abandonar la «obsoleta» OTAN, como amenazó en 2017 y 2018.
Pero fue su primer ensayo y supuso un vuelco. Además de forzar a los aliados a incrementar sus presupuestos militares, Trump culminó varios movimientos de calado apuntados y esbozados ya por Obama, como la ruptura con el neoconservadurismo (que apuesta por la promoción de la democracia mediante la fuerza militar) y el giro hacia Asia, contra la que inició una guerra comercial que, por otro lado, ha mantenido Biden.
Y es que hay más continuismo en la política estadounidense de lo que se desprende de su actual polarización.
Uno de los viejos escenarios donde marcó impronta fue Oriente Medio. Su mandato comenzó con el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y con el traslado de su embajada a la ciudad.
Siguió con el reconocimiento de los Altos del Golán sirios como Israel y con la negativa a considerar ilegales las colonias judías en Cisjordania.
Terminó con el magnicidio del jefe de la fuerza Al Quds de Irán, el general Suleimani, y con los Acuerdos de Abraham, por los que varios regímenes árabes entablaban relaciones con Israel saltándose la condición previa del reconocimiento por parte de Tel Aviv de un Estado palestino.
Esa traición a los palestinos, y la inminente incorporación al club de Arabia Saudí fue una de las claves que explican la brutal incursión de Hamas del 7 de octubre de 2023.
El alineamiento del magnate con Israel se plasmó asimismo en su animosidad respecto a Irán, y se hizo evidente cuando en 2019 retiró a EEUU del acuerdo nuclear con Teherán reimponiendo las sanciones que su antecesor, Obama, había aliviado y/o retirado a cambio de la renuncia por parte del régimen de los ayatollahs al arma atómica.
Trump, quien a su llegada a la Casa Blanca en 2016 prometió «resolver el conflicto palestino-israelí en 15 días», no hizo sino avivarlo.
Si sus voceros llegan a asegurar que los EEUU de Biden son los responsables, con su apoyo a Ucrania, de que Rusia invadiera el país, argumento compartido en uno y otro extremo del espectro político en Europa, los EEUU de Trump son tanto o más responsables de que, con su condena a los palestinos a la desaparición como pueblo, provocaran el 7-O y la guerra genocida de Israel en la región.
¿Qué se espera de su segundo mandato? En Israel interpretan la victoria de Trump como «parte de un plan de Jehová» y el 66% de la población está entusiasmada por su regreso a la Casa Blanca.
En Palestina la población de Cisjordania tiembla ante la perspectiva de un nuevo éxodo masivo (otra Naqba).
No es para menos. El nombramiento como embajador en Israel del exgobernador de Arkansas Mike Huckabee, un evangélico alineado con el «sionismo americano» que sostiene que «la Cisjordania ocupada no existe, son Judea y Samaria», es música para los oídos de los colonos. La población gazatí se debate entre resignada y aferrada a la esperanza de que el regreso del empresario a la Casa Blanca suponga un alivio. Los planes de ocupación militar israelí de Gaza sine die auguran precisamente lo contrario.
Tampoco esperan nada bueno en Ucrania. Su presidente, Volodimir Zelenski, se apresuró a felicitarle por una «impresionante victoria» para dorar la píldora a un Trump que le considera culpable por haber iniciado la guerra y el «mejor vendedor de la historia» por las ayudas recibidas.
Los ucranianos se aferran a que fue bajo su mandato cuando EEUU impuso sanciones a Rusia y comenzó a suministrar a Ucrania armas letales como los misiles Javelins.
Olvidan que el republicano, el Great Old Party, no es lo que era y que ha sido cooptado por el trumpismo. Lo que explica que Trump insista en que Ucrania es «un problema europeo» y amenace con cortarle las ayudas y forzarle a sentarse a negociar desde su actual posición de repliegue o derrota con la consiguiente pérdida de territorio.
El vicepresidente electo, J.D Vance, teoriza sobre el hecho, cierto, de que el mundo es multipolar y colige que EEUU pierde el tiempo en defender el orden internacional.
Si para los ucranianos es cuestión de vida o muerte y de viabilidad como Estado, los europeos también hacen cálculo de daños. Con la amenaza de un 30% sobre sus exportaciones, temen que Trump retire la infraestructura militar, la defensa aérea y de misiles del Continente.
China asume un incremento de la guerra comercial –se habla de aranceles del 60% a sus productos–. Pero recuerda que cuatro años, los que le quedan en principio a Trump, no son nada comparados con sus 4.000 años de historia.
Aislacionismo o narcisismo empresarial. Hay un paralelismo entre la alt-right de Trump y el aislacionismo del Partido Republicano de los años 20 y 30 del pasado siglo, felizmente superado con la participación de EEUU, aunque tardía, en las guerras mundiales (sobre todo la II).
En realidad, Trump es un empresario narcisista y aborda las relaciones internacionales desde una perspectiva transacional y ególatra. Y es absolutamente imprevisible, como quedó en evidencia cuando trató de alcanzar un acuerdo con Corea del Norte a cambio quizás de un Nobel de la Paz y rompió luego su idilio con Kim Jong-un al ver insatisfechas sus expectativas.
Pero no es tonto y quien espere que haga lo mismo con Putin en Ucrania va listo. Su objetivo es romper la creciente alianza de China con Rusia y hará todo lo posible por acercar a esta última a su regazo.
Tampoco parece que se vaya a partir los cuernos por Taiwán y está por ver su posición respecto a Irán.
Por de pronto, su manager, Elon Musk, se reunió con el embajador de Irán en la ONU. Sin duda en Washington han hecho acuse de recibo de Arabia Saudí, cada vez menos alejada de Teherán.
Todo apunta a que palestinos, como antes los saharauis, y kurdos en Siria serán los primeros damnificados del «pacifismo pacificador de Trump». Y atentos, que vienen curvas.

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