Texto y fotos: Xabier Bañuelos

Kamakura, la ciudad de la Tierra Pura

El daibutsu, el Gran Buda de bronce de Kamakura, medita imperturbable a través de los siglos majestuoso y estoico. Y tras acariciar el nirvana de la Tierra Pura en su viaje eterno, nos perdemos por la ciudad entre sus bosques y la belleza de sus templos.

El daibutsu.
El daibutsu.

Semeja dormir sobre su pedestal. Sentado en posición de loto, sus ojos cerrados, sus labios torneados y sus manos dibujando la dhyani mudra transmiten serenidad a pesar de su imponente presencia. Es daibutsu, el Gran Buda de bronce de Kamakura.

Kamakura fue y sigue siendo en mi imaginario y en los pasos que me hicieron llegar a ella un viaje sentimental. La ciudad japonesa, situada en la cabecera de la bahía de Sagami y rodeada de mar y montañas, era algo más que un destino meramente viajero. Mucho más, era un sueño infantil cumplido. Y, cuando los anhelos de un niño se hacen realidad, cuando una promesa hecha a uno mismo se cumple, aun pasada la cincuentena, la vida te regala un chispazo que acelera y calma el corazón en un mismo latido. La pequeña urbe, apenas a 50 kilómetros al sudoeste de Tokio, suponía pagar una deuda a una infancia plagada de ilusiones viajeras, viajes que entonces hacía montado en libros y acariciando imágenes de viejas fotografías.

Desde que tengo uso de razón, había un libro en la biblioteca de casa que era mi preferido. Se trataba de “Maravillas del mundo”, de Roland Gööck, editado en 1968 por el desaparecido Círculo de Lectores. Llevaba un subtítulo que hacía volar todas mis fantasías: “Prodigios de la naturaleza y realizaciones del hombre, desde las cataratas del Niágara hasta las bases espaciales”. Y su portada, con la lava incandescente de la recién nacida isla de Surtsey, era una constante invitación a sumergirse en un mundo desconocido. Ojeaba sus páginas con pasión hasta casi desgastarlas mientras bullía la curiosidad, la atracción, el deslumbramiento, el deseo, sentimientos que acababan siempre con el mismo corolario: «Algún día iré a conocer todos esos lugares».

Al llegar a las páginas 144 y 145, aparecía siempre la imagen que más me fascinaba, el daibutsu de Kamakura. Una y otra vez quedaba atrapado, sin saber la razón, por aquella estatua gigante que desprendía paz. Desde entonces, Kamakura y su inmenso buda amitabha se convirtieron en una especie de «horizonte perdido» particular a lo James Hilton, de Shangrilá personal al que algún día iría recitando el poema de Kipling: «O ye who tread the Narrow Way / By Tophet-flare to Judgment Day, / Be gentle when ‘the heathen’ pray / To Buddha at Kamakura!». Y fui. De los lugares que aparecen en el libro –lo tengo junto a mí ahora, mientras escribo–, he ido ya a casi todos, he tenido esa suerte, pero ninguno me ha hecho tanta ilusión como sentarme bajo el rostro apacible del daibutsu.

El Gran Buda

Buda, “El iluminado”, es el sobrenombre más habitual de Siddhārtha Gautama, asceta hindú cuyas enseñanzas fueron el cimiento sobre el que se edificó una creencia sin dios, el budismo, a la que me resisto a llamar religión. Su representación es omnipresente en todo el ámbito de influencia de esta forma de entender la existencia y de conducirse por ella.

Normalmente tienen un tamaño asumible y suelen estar colocados en los llamados batsudan, armarios o simples plataformas que, a modo de capilla en templos y hogares, sirven de alojamiento para elementos sagrados. Pero en no pocas ocasiones, estas esculturas de Buda alcanzan dimensiones gianteas y que en el budismo japonés, cuando superan los 5 metros de altura, reciben el nombre de daibutsu. Pueden estar trabajados en materiales diversos, aunque lo más común es que sean de bronce, y habitualmente se hallan en el interior de los templos, en una gran sala construida ad hoc que, de facto, se convierte en un enorme batsudan.

Para contemplar el daibatsu de Kamakura hay que entrar en el templo de Kotoku-in, un santuario de la rama jodo-shu perteneciente a la escuela de la Tierra Pura, manifestación netamente nipona de la corriente mahayana, una de las tres grandes derivaciones del budismo junto a la therevada y la tibetana. Se trata de un buda sedente que medita en posición de flor de loto desde 1252, representando lo que en esta escuela denominan Luz Infinita Completamente Consciente. Sus manos reposan sobre las piernas con los dedos pulgares en permanente contacto; y sus ojos, que se velan a la luz exterior, son la plenitud de un rostro inalterable.

Es una figura colosal de más de 13 metros de altura y 93 toneladas de peso. Solo su cabeza mide 3 metros y la distancia entre sus rodillas alcanza los 11. Con todo, ni es el más viejo de Japón ni el más grande. Sus 769 años son superados en más de seiscientos por el buda de Asuka-dera, en Asuka, y el daibutsu del templo de Todai-ji, en Nara, le sobrepasa en casi 5 metros.

Pero el de Kamakura es especial. En primer lugar, porque se encuentra en el exterior desde que un tsunami, en 1498, destruyera el templo dejándolo a la intemperie, libre de ataduras y a cielo abierto. En segundo lugar, porque es de una factura exquisita donde la grandiosidad se combina de forma refinada con el detalle. La obra escultórica es extraordinaria y encarna una síntesis magistral de tradición y modernidad, como si su creador –Ono Goroemon o Tanji Hisatomo, no se sabe cuál de los dos– hubiera dado con la clave de la intemporalidad.

En tercer lugar, porque es de una belleza sublime y magnífica, pero sin resultar fastuosa ni excesiva. Más al contrario, es el reflejo del estoicismo oriental acentuado por la sobriedad y la sencillez de sus líneas, y por esa pátina verdosa oscura que le ha regalado el paso del tiempo.

En cuarto lugar, porque irradia serenidad, calma, equilibrio, porque invita a la contemplación, al abandono consciente, a despojarse de ataduras mundanas y vivir el aquí y el ahora desde dentro del ser que somos, a esforzarse por distinguir entre lo superfluo y lo importante, a amarse y respetarse a uno mismo en comunión con lo que te rodea…

Y en quinto lugar, por su vacío. Porque está hueco, pudiéndose entrar en su interior en un tránsito hacia la sabiduría que se alcanza al despojarse de uno mismo pero en uno mismo, y sin olvidarse de las dos ventanucas que, desde su espalda, dejan entrar la luz para recordarnos lo que queda fuera. En resumen, se trata de una obra prodigiosa.

Herencia de una era

El daibutsu de Kamakura tiene su razón histórica. Tras siglos de decadencia, la ciudad es hoy una localidad vacacional dentro del gran conurbano tokiota pegada a Yokohama, en la prefectura de Kanagawa. Pero hubo una época en que brilló con luz propia. Nos remontamos al siglo XII, cuando Morimoto no Yoritomo vence a sus rivales, los Taira, y es nombrado shogun en 1192. Instaura el primer bakufu del archipiélago y traslada el gobierno de Kioto a Kamakura, dando comienzo a la época del shogunato que lleva su nombre. Nada debía rivalizar con la primera capital del Japón feudal, ni siquiera Nara y su buda gigante, por lo que manda construir el daibutsu. Tras la muerte de Morimoto, la regencia pasa al clan Hojo, quien mantendrá en ella la autoridad hasta 1333, cuando caen derrotados por el emperador Go-Daigo Tenno.

El poder regresa a Kioto y Kamakura entra en declive, pero sus más de dos siglos de esplendor dejaron legado. Su capitalidad coincide con la difusión del budismo en Japón y la ciudad se llenó de templos budistas y también sintoístas. Hoy forman un conjunto armonioso de belleza y espiritalidad que complementan la vista al daibutsu. De entre ellos destacan templos como Engaku-ji y Meigetsu-in.

El primero, construido en el s. XIII para que los monjes pudieran rezar por los soldados caídos en la defensa de Japón frente a Kublai Kan; el segundo, inmerso en vegetación y al que se accede por una escalinata flanqueada por un túnel de hortensias. Tampoco se pueden dejar de ver: el monasterio de Kencho-ji, el más antiguo del país; el templo de Hasedera con su talla de Kanon juichimen, bodhisatva de la compasión infinita, y las centenares de estatuillas de Jizo Bosatsu, deidad protectora de niños y viajeros; o el santuario sintoísta de Tsurugaoka Hachiman-gu, dedicado a Hachiman, dios de la guerra.

Y para llegar al Gran Buda, nada mejor que hacerlo caminando por las colinas de la Ruta Daibutsu, rodeados de bosque, claroscuros y pequeños templos y santuarios. Los nombres, Jochi-ji, Zeniarai benten, Sasuke inari jinja... añaden sonoridad a la hermosura de sus arquitecturas, antes de la gran recompensa de colmar las ansias de jóvenes corazones.