IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Al abrigo de lo simple

Solo hay que pararse un momento, sin mucho sentido, en un lugar cualquiera, aleatorio, de la calle. Detener esa conocida carrera contra el reloj, dejar de aprovechar la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro (o más) y simplemente detener los pasos inesperadamente. Observar a la gente que pasa ocupada en sus asuntos, con determinación y una marcada intención productiva. Vamos de un sitio a otro a hacer algo, a conseguir algo, a resolver algo. Solo fijándose en la velocidad de un viandante cualquiera en una gran ciudad podemos ver un autorretrato. Sus pasos pueden ser los nuestros y sus objetivos también, a grandes rasgos. Nuestras acciones y las suyas han de tener un propósito, una idea construida de antemano que dé sentido al mero hecho de movernos.

Se espera de nosotros, como adultos responsables y razonablemente racionales, que sepamos qué queremos y cómo lo vamos a conseguir y solo después, dar pasos hacia ello. Gracias a este compromiso, nuestros jóvenes y niños aprenden rápidamente a ser productivos, a emitir con sus acciones un producto concreto, cerrado. Puede ser un dibujo, pero ha de ser una representación «de algo»; puede ser un movimiento espontáneo, pero debe derivar en un gesto atlético o una danza. Necesitamos enmarcar, clasificar, entender, y a veces, toda esa capacidad racional se interpone entre una persona y sus sensaciones más espontáneas.

Hace unos años, cuando era más joven y trataba de encajar las piezas de mi formación y mi experiencia vital para hacer un buen trabajo, tuve la suerte de dar unos cursos a madres con niños muy pequeños, hasta tres años, sobre cómo establecer una relación que les ayudara a crecer de forma saludable. Objetivos claros, metodología, contenidos… Todo según los requerimientos profesionales. Un día, una madre (y ojalá esté leyendo estas lineas) me habló preocupada de cómo su hijo pequeño de un año y medio había cogido la costumbre de mover la cabeza de lado a lado, como diciendo no, cuando iban en el coche. La movía un rato con vigor y cuando le pedían que parara, sonreía y cambiaba de actividad sin mayor problema. Le preocupaba que algo pudiera ir mal por la frecuencia y la aparente desconexión del niño en ese momento. Yo recuerdo que indagué largo rato sobre su relación, fiándome de su miedo y pensando en darle sentido a aquella acción, y ofrecerle una conclusión clara, con una dirección que disminuyera su miedo o que la ayudara a hacerse cargo, si es que había algo que no iba bien. Al final, mi insistencia y mi respuesta rebuscada (no carente de sentido) no la tranquilizó demasiado y yo tuve la sensación de estar haciendo la implicación de que algo podía estar yendo mal. Pasados los años, me he acordado mucho de esta mujer y de mi miopía, de cómo pasé por alto quizá la explicación más probable y simple: que su hijo simplemente estaba disfrutando y experimentando con su propio cuerpo. Que la sensación de moverse de una forma rara y nueva para ese niño (quizá la primera vez que lo experimentaba en su vida) era en sí misma el objetivo de girar rápido la cabeza de un lado a otro y no alguna retorcida manera de compensar ningún tipo de déficit. Solo disfrutar, explorar, sentir, marearse y notar cómo la sensación va desapareciendo; nada más… y nada menos.

Hago referencia a esta anécdota en parte porque, pasados los años, me habría gustado disculparme con esta mujer por pasar por alto lo más obvio. Después de aquel día y quizá gracias a él, me he esforzado por aprender la importancia que lo sencillo, lo espontáneo, tiene en el desarrollo sano de una persona. He aprendido que los objetivos que los adultos nos ponemos a nosotros mismos y que extendemos después al movimiento libre de otros, aunque parecen coherentes con una teoría oficial o propia al respecto, no dejan de ser un intento y una necesidad propias de entender.

Sin embargo, mucho de lo que hacemos tiene la acción como fin en sí mismo. Pensemos en las charlas que tenemos en un día; probablemente más del ochenta por ciento sirva tan solo para mantener la relación, sin aportar una información nueva especialmente relevante. El viaje es el camino, no el destino, como dice uno de esos fardones aforismos. Me pregunto qué habría sido diferente para algunas personas si, cuando eran niños, niñas, esos adultos de alrededor simplemente hubieran tomado lo que no entendían como una búsqueda libre que no estaba comprometida con el objetivo o la productividad, sino con la exploración o el puro disfrute propio.