TERESA MOLERES
SORBURUA

Todos los Santos

En el capítulo XIII de El Quijote, “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605)” hay un párrafo que dice: «Vieron venir hacia ellos seis pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa». Volvían de un entierro. Los castellanos, en momentos de aflicción, adornaban sus cabezas con plantas perennes. San Juan de la Cruz engalana al amante desconsolado con flores de almendro. En la mayoría de las tradiciones de duelo europeas vemos cipreses, tejos, rosas y continúan con la costumbre actual de ornamentar los cementerios con crisantemos que aparecen porque noviembre es su mes de floración.

En otras culturas, cuando el duelo lo sufrían personas pudientes, la tristeza debía materializarse para que el recuerdo perdurase. El romano Cicerón (106-43 a.C.), a la muerte de su hija Tulia, proyecta construir un mausoleo en su memoria. Cicerón, “aniquilado”, escribe que solo podrá consolarse construyendo este mausoleo para recordar a su hija; allí podrá pasar los días de su vejez sin apartarse de la vida de la capital y tendrá siempre ante sus ojos el santuario de Tulia. No le dio tiempo de ver cumplido su deseo, pues Marco Antonio lo decapitó tres años después.

Si vamos al otro extremo del mundo, el emperador chino Su Che (1035-1101), después de ser derrotado, mata a su concubina favorita para que no caiga en manos de sus enemigos. Cuando regresa victorioso, recorre su jardín y recuerda a la joven al claro de luna. «Los nenúfares le recuerdan su rostro, los sauces hacen pensar en sus cejas. Ante tal espectáculo, ¿cómo no verter lagrimas bajo la brisa de la primavera…?». Mientras llora hace una descripción de su jardín, lo que resulta muy interesante, porque nos da a conocer para su estudio y renovación los jardines chinos imperiales de la época.

En el siglo XIX, la muerte se democratiza y todos los difuntos acaban en el cementerio, un lugar donde los deudos pueden expresar su dolor y encuentran alivio a sus penas al ver con el respeto que se trata sus cenizas. Entre nosotros se prohibió enterrar a los difuntos en el suelo de las iglesias vascas, acabando con la costumbre de nuestras abuelas de encender sobre el lugar del enterramiento familiar las argizaiolas en el Día de los Difuntos.