Mikel INSAUSTI
CRÍTICA «El bailarín del desierto»

Cómo desaprovechar unas coreografías de Akram Khan

La ópera prima del inglés Richard Raymond no convence ni como cine musical, ni tampoco como drama político. Su intento por unir ambos géneros queda forzado y carente de la autenticidad que reclamaba el contexto cultural iraní en el que se debería mover “El bailarín del desierto”, película rodada en inglés y con intérpretes más o menos exóticos, pero nacidos y criados fuera de Irán.

El montaje tampoco ayuda a cohesionar las escenas de baile que simbolizan la libertad con aquellas otras que denuncian la represión política, y menos aún el guion de Jon Croker que abusa del maniqueismo a la hora de confrontar a los representantes del régimen autoritario con las víctimas dentro de la población universitaria. Al querer mostrar la cara más brutal de la policía moral o basij se cae en la caricatura del villano ficcional, mientras que los estudiantes son unos benditos que apoyan las marchas de la oposición liderada por Musaví, con tal de que el malvado presidente Mahmud Ahmadineyad no vuelve a ganar las elecciones de 2009. La única que no es perfecta en el grupo rebelde de danza es la última bailarina en incorporarse, interpretada por la actriz india Freida Pinto, y de la que se saca a relucir su adicción a la heroína para acusar a los mandatarios de la república islámica de fomentar la droga entre la juventud, con el fin de forzar su desmovilización.

Lástima que el trabajo artístico del coreógrafo inglés Akram Khan, hijo de una familia de Bangladesh, no goce de un tratamiento más orgánico dentro de la narración, quedando fragmentado como si formara parte de una sucesión de videoclips sueltos. La plasticidad de los movimientos sobre la arena poseen fuerza y belleza expresiva, que hacen justicia al bailarín homenajeado, Afshin Gaffarian. El retrato cinematográfico de su actividad clandestina es, en cambio, una imitación de “Nadie sabe nada de Gatos Persas” (2009), de Bahman Ghobadi.