EDITORIALA
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Liderazgos naturales, colectivos, compartidos y fuertes

Como ocurre con otras tantas, la palabra «liderazgo» se ha tornado peligrosamente frívola y banal en un contexto en el que se hacen reality-shows sobre el tema y se ha levantado una pequeña industria posmoderna. El margen de mejora del ser humano es inmenso, también en la práctica política. Y a fuerza de trabajar se consigue escribir mejor, verbalizar mejor, transmitir mejor, comunicar… Pero ostentar un cargo no equivale a tener las virtudes y las capacidades abstractamente asignadas al mismo. Ser dirigente o presidente no quiere decir ser líder.

Construir un líder no es sencillo. Pero con algunos es sencillamente imposible. Solo rebajando el nivel general pueden destacar. Hay maestros en estas lides, pero llamarles líderes es insultar al intelecto.

Un líder no es un mago. Ni puede vivir de trucos ni puede realizar imposibles. Quien eso espera no actúa en política, reza en religión. Un líder necesita espaldas, templanza, capacidad para aguantar el tirón. Más allá del coaching y la autoayuda, un liderazgo eleva las aspiraciones de las sociedades y alimenta sus mecanismos para lograr esos objetivos comunes. Si pierde el apoyo de los suyos, si se aísla o actúa arbitrariamente, perderá rápidamente su crédito. La autoridad no se hereda, se gana.

El liderazgo es incompatible con una vanidad desbocada, más aún si esta se conjuga con complejos de inferioridad patológicos. Eso no quiere decir que esas personas no sean ni orgullosas ni ambiciosas. Cuidado con la falsa humildad. En alguna medida deben serlo, aunque sea desde un lugar sano, virtuoso, con sacrificio y compromiso. Por el contrario, quien necesita ser aprobado por el resto y a la vez se sitúa en permanente comparación con los que él considera sus adversarios difícilmente puede adquirir rango de líder. Puede ser elegido dirigente, puede maniobrar, intrigar e incluso provocar daños en sus filas, pero jamás logrará alcanzar esa categoría.

Los intrigantes suelen intentar amortizar a los líderes –o medrar a su vera–. Es difícil lograrlo, porque los líderes se capitalizan, no se amortizan fácilmente. Los intentos de veto no suelen surtir el efecto deseado. En general, las políticas destinadas a amortizar valores están condenadas al fracaso, mientras las que buscan capitalizarlos tienen más potencia política y estratégica.

No todo el mundo sirve para todas las cosas. Tampoco los líderes. La sandez de «yo estoy dispuesto a barrer si es necesario» no va más allá de una proclamación de buena voluntad. El debate no es sobre «barrer», sino sobre ese «si es necesario» y sobre si no sería mejor formularlo en términos políticos fuertes y no morales victimistas. Algo así como «si es lo mejor que puedo hacer entre las personas que estamos en este espacio y podemos soberana y disciplinadamente tomar decisiones en base a una estrategia y unos objetivos». Lo que un líder debe «barrer» son los obstáculos que su comunidad topará en el camino entre sus principios y sus finales, sus objetivos. Visualizar, guiar, acompañar y ayudar en ese camino son algunas de sus principales funciones.

El liderazgo florece en contextos intelectual, moral y políticamente ricos, en los que la igualdad se rompe por consenso, por sentido común, pero sin generar desigualdad, sino mayor riqueza y pluralismo. Acostumbrados al individualismo de la sociedad capitalista, la inteligencia, la valentía, el liderazgo… se suelen entender en términos particulares, cuando es en términos comunitarios cuando crecen exponencialmente. Catalunya es un claro ejemplo. En Euskal Herria la valentía no ha sido un rasgo genético, sino una característica comunitaria, derivada de nuestras luchas históricas. Los mejores provocan que el resto mejore. Esto tiene un dramático reverso: la mediocridad tiene el efecto opuesto, rebaja y desvirtúa de manera también colectiva, sin piedad.

Evidentemente, esto no es un tratado ni tiene carácter exhaustivo, pero en estos párrafos se recogen algunas de las características del liderazgo y también algunas de las miserias de quienes lo impostan.

Arnaldo Otegi, Rafa Díez, Iñigo Urkullu, Juan José Ibarretxe, Arantza Quiroga, Alfonso Alonso, Roberto Uriarte, Yolanda Barcina… la actualidad tiene a menudo, y ha tenido particularmente esta semana, a «líderes» como protagonistas. Estos y otros pueden encajar en algunas de las premisas expuestas. Si se es mínimamente honesto y sincero, las diferencias son evidentes.

La marcha de ayer en Donostia bajo el lema “Arnaldo eta Rafa askatu. Politika askatu” no era una alabanza espuria a un líder particular –y Otegi y Díez sin duda lo son–, sino la denuncia de una injusticia y la demanda por un futuro en democracia y paz para los vascos y las vascas. Un horizonte más viable con liderazgos naturales, colectivos, compartidos y fuertes.