Una actriz de comedia tan talentosa como Catherine Frot se merecía un vehículo triunfal a la altura de “Madame Marguerite”, que le ha valido un César de Mejor Actriz, obteniendo así la estatuilla más importante de las cuatro conseguidas por el sexto largometraje de Xavier Giannoli. Y si es el más divertido en la carrera del cineasta se debe sin duda a la genial caricatura que la Frot hace de una frustrada diva de ópera, basada en el personaje real de la millonaria Florence Foster Jenkins. En la ficción Marguerite está casada con el Barón Dumont, y su privilegiada posición social le permite darse el capricho de jugar a ser una prima donna del bel canto, destrozando con su voz de grillo las composiciones de Mozart, Purcell, Delibes, Vivaldi, Bach, Honegger, Bellini o Leoncavallo.

En el París aristocrático de los años 20 nadie se atreve a decirle a Marguerite lo mal que canta, entre otras razones por su condición de gran benefactora que organiza galas de caridad, en las que además de ejercer como anfitriona y falsa soprano hace las veces de mecenas de nuevos talentos. Quien sufre de verdad su falta de voz y de oído musical es su profesor de canto, y es que realmente no hay dinero en el mundo que compense semejante tortura sonora.

Pero, paradójicamente, su estilo lírico-punk será reivindicado por los dadaístas, que ven en ella la más surrealista de las encarnaciones para dinamitar los cimientos de la ópera en cuanto espectáculo clasista. Y Marguerite se deja querer, embriagada por los aplausos y el griterío en los cabarets vanguardistas de la noche parisina.

Todo esto se presta a la sátira sobre la dependencia de la fama a la que están expuestos los artistas en general, y los y las cantantes en particular, temas que Xavier Giannoli ya había tratado previamente en “Chanson d’amour” (2006) o en su más reciente “Superstar” (2012).