Víctor ESQUIROL
CRÍTICA «Verano 1993»

El nuevo mundo

Para la pequeña Frida, aquel verano de 1993 empezó al grito de “1-2-3 pica-paret!”, es decir, con uno de los juegos más desesperantes y, aun así, más maravillosos jamás inventados. Las reglas eran simples: una persona contra todas las demás. La primera tenía que ponerse de cara a la pared y gritar aquellas palabras, mientras los otros se le acercaban. Acto seguido, tocaba darse la vuelta y comprobar si los demás participantes (ahora petrificados) habían avanzado mucho o no. Y así, hasta que alguien realizara un movimiento a destiempo.

Así empieza ‘Verano 1993’, ópera prima de Carla Simón y uno de los grandes hallazgos en lo que va de año. Se trata de una película tan pequeña, y a la vez tan grande, como su joven protagonista, Laia Artigas, una de las muchas revelaciones de dicha propuesta. La principal es, cómo no, la propia directora y guionista, quien vuelca sus vivencias en la pantalla y, ya de paso, múltiples detalles de gran cineasta. Ante nosotros, hora y media de precioso cine de momentos. De sensaciones y recuerdos; de gestos, miradas y silencios, conjugados gracias al poder de una cámara tan discreta, que parece que nunca estuviera ahí. Pura precisión: el factor intrusivo del teleobjetivo se reduce a mínimos históricos, y así, se capta todo.

Como en aquel dichoso juego. Simón sabe perfectamente qué vemos y qué sabemos. Los conceptos clave no aparecen jamás en el texto, pero quedan todos clarísimos. Como en la vida misma, somos nosotros, los espectadores, los que tenemos que averiguar qué se esconde detrás de lo cotidiano. ¿Y qué encontramos? Uno de los retratos más certeros de esa edad en que el sujeto, le guste o no, empieza a ser consciente del mundo que le rodea. En el a priori, la película parece insignificante; una vez vista y digerida, es decididamente imprescindible. Aquella niña de 1993 creció y se convirtió, no hay duda, en una señora artista. El mundo es suyo.