Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Errekaleor

Vivimos en un mundo «libre», acotado por unas normas que, en la teoría, nos las hemos puesto entre todos. Normas de convivencia, de justicia, de comportamiento, de pluralidad... de vida. Sabemos, sin embargo, que todo eso es una farsa, que estamos enfilados a consumir, a mantener en la sociedad las diferencias marcadas por el lugar nacimiento y acogotadas por el medio laboral.

En las sociedades tecnológicamente más avanzadas, se nos dice que todo tiene cabida, dentro de esas normas de convivencia pactadas, incluso el derecho a decidir individual y colectivamente. Pero ahí la comedia también se impone sobre la realidad. Los límites son notorios cuando el sistema se pone de verdad en cuestión, aunque sea en detalles. Entonces, el matonismo ideológico no deja lugar a la poesía.

El proyecto comunitario de Errekaleor ha sido enfocado por los seguidores del razonamiento único. Dicen que hay alternativas. Pero siempre y cuando no dejen un poso positivo, creíble, que se pueda repetir en otros lugares y que sirva de faro para colectivos que no encajan en la fotografía del sistema.

Las alternativas que ofrece el sistema son aquellas enlatadas en museos y campos de fútbol, en culturas apropiadas por el derroche. En consecuencia, no son alternativas, sino incitaciones a mantener un estado eterno de consumo, bajo la apariencia de superaciones y progreso. Tenemos decenas de anuncios que ahondan con una desfachatez extrema en conceptos a los que han hurtado su significado. Y, nos escupen, que si no seguimos su huella nos convertiremos en marginados.

Gorka Urtaran y con él la representación agazapada bajo su sombra, aspiran a mantener ese viejo eslogan franquista que decía «libertad sí, sin alcanzar el libertinaje». Es decir, libertad entendida como un conjunto de leyes amenazantes, argumento supremo de esa democracia descolorida de la que se apropian ajenos y extraños. Hay permiso para la pluralidad hasta que esa pluralidad pone en tela de juicio el pensamiento único.

Ejemplos de esa última afirmación los hemos conocido y sufrido en los últimos años, en los últimos tiempos, con una cadencia que demuestra que no estamos ante una respuesta sistémica excepcional, sino ante un código defensivo habitual. Código que utilizan quienes defienden las posiciones de ese poder omnipresente, gestionado con medios, policía o hábitos, con el objetivo de perpetuarse. Nunca olvidaré aquel desalojo del Euskal Jai de Iruñea, en nombre de la «civilización».

Los primeros objetores de conciencia al servicio militar y los miles de insumisos posteriores fueron tachados de inadaptados sociales, como si el Ejército fuera un pilar básico social, educativo y con un valor ético supremo. A los ecologistas que se enfrentaron a Lemoiz se les embarcó en la txalupa de la marihuana y el hipismo folclórico, hasta que la central comenzó a tambalearse. Fue entonces cuando la cosa se supo seria, que la respuesta se convirtió en que aquellos alternativos estaban en contra del progreso, de la normalidad, que querían volver a poblar las grutas de Santimamiñe y comer berzas de Berriz.

Con una sociedad entregada a cuatro desalmados que entienden la vida en función de los balances positivos de sus cuentas de resultados, que ganan a espuertas y crean tendencias de todo tipo gracias a sus compañías de propaganda, la autogestión ha sido sistemáticamente demonizada. Porque autogestión significa precisamente salir de esas normas que nos estrujan desde que suena el despertador por la mañana. Porque autogestión tiene numerosos sinónimos, reñidos precisamente con el poder capitalista: autodeterminación, soberanía, colectivización, socialismo, independencia... Y la búsqueda de sus antónimos nos deja en el punto actual: subordinación y dependencia.

Han sido precisamente las gestas autogestionarias las que con mayor insidia han tratado las instituciones destinadas a su perennidad. Kukutza en Bilbao había sobrepasado las tasas de «libertad controlada» y, sobre todo, se había convertido en referencia y cohesión para un sector social distraído hasta entonces en la marginalidad cultural. Por eso el difunto alcalde Azkuna arremetió no solo contra su símbolo sino también contra su proyecto real. Es un insulto a la inteligencia que a la antigua alhóndiga de la capital vizcaína se le llame hoy precisamente Azkuna Zentroa «lugar de ocio y cultura». Al menos sirve para explicar en qué términos hablamos unos y otros de cultura.

Una experiencia similar corrió el proyecto Kortxoenea en Donostia, desmantelado en vísperas de la capitalidad cultural europea de 2016, asaltado por hombres de uniforme cuando se inauguraba el proyecto multicultural y multimillonario de Tabakalera. Parece mentira que propósitos tan humildes y concentrados en comunidades abiertas como las de Kukutza, Kortxoenea o la más extensa de Errekaleor, puedan provocar respuestas tan airadas en el establisment, como si se tratara de una confrontación a vida o muerte, cuando en realidad se trata de experiencias en las que el principal lema tiene que ver con «otra vida, otro modelo, es posible».

Errekaleor es un proyecto autogestionario. Modesto, pero simbólico. Y lo simbólico es parte de esa gran batalla ideológica que tanto molesta a los defensores de una libertad como la que anuncia recientemente el ministerio de Defensa español para alistarse a su Armada. Nadie hablará de esclavitud, de dependencia, de prisión, de consumo inducido. Esos defensores del pensamiento único, sin embargo, nos citarán la palabra libertad precisamente para tapar el significado que le dan, esclavitud, dependencia, prisión, consumo inducido. Por ello sobran los experimentos que puedan demostrar otras verdades diferentes a las oficiales.

El potencial de Errekaleor es su fortaleza. Y así lo entienden quienes quieren que desaparezca del mapa. Hay una lectura que los colegas de Gorka Urtaran hacen para el conjunto de Euskal Herria. En Bizkaia y en Gipuzkoa les ha dado sus frutos. En Ipar Euskal Herria acaba de fracasar estrepitosamente en las elecciones legislativas. En Araba tiene sus frenos con los ecos aún recientes del caso del corrupto y ex jeltzale Alfredo de Miguel.

La lectura tiene que ver con su crecimiento electoral. Es notorio que su mejora electoral tiene que ver con su penetración en el nicho de votantes del PP, de la derechona española. Una derecha que en Gasteiz estaba asentada por razones ya conocidas, alcaldía incluida. Una derecha todavía muy potente numéricamente. Y puesto que el PNV tiene una lectura únicamente electoral para marcar su estrategia política, la sustracción de las señas de identidad de esa derecha española (contra la autogestión de Errekaleor, contra las ayudas del RGI...) se ha convertido en táctica inminente.

No me preocupan en absoluto las definiciones de autogestión que puedan confeccionar quienes apoyen o vivan in situ el proyecto de Errekaleor. Ni siquiera si se convertirá en un hito sobre el tan manido «poder popular» que hemos destacado desde siempre en nuestros tratados de democracia vasca participativa. Me encandilaron aquellas palabras que escuché en la reciente manifestación solidaria de Gasteiz: «Por pedir, pediríamos mucho, pero nos conformamos con que nos dejen tejer nuestro mundo, nuestra alternativa».

Y es que, en definitiva, de eso se trata. De descentralizar, de crear, de avanzar y, a veces retroceder, de construir. Y también de equivocarse. Me han recordado tantas veces que la autogestión es un término utópico, reñido con el tamaño, que ya olvidé cuando fue la primera. Por eso hago caso omiso a esas recomendaciones de pragmatismo y sé que experiencias como las de Errekaleor son las mías. Porque creer en la utopía es lo que nos hace ser más humanos. Y experimentar en pequeñas comunidades lo que nos hace fuertes. Así haremos camino.