Antonio Alvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

El crimen de los criollos

Hablo de crimen y no de crímenes porque el esclavismo practicado por los criollos –los descendientes de padres europeos asentados en América latina tras la conquista española– sobre los pueblos aborígenes o simplemente sobre el desprotegido pueblo llano ha constituido un linchamiento permanente, un delito continuado. No me desmando en la afirmación, que aseguro además poniendo el pie sobre las protestas doloridas de aquellos frailes españoles de los siglos XVI y XVII que en su mayoría testificaron tanto maltrato y dejaron sembrada la semilla de la actual teología de la liberación, a la que propinó una ensoberbecida bofetada el papa Juan Pablo II en la persona del sacerdote y dirigente de la revolución nicaragüense Ernesto Cardenal, postrado ante el airado pontífice polaco para rendirle su homenaje canónico. A veces pienso si en los últimos años no se habrá abierto con excesiva urgencia la puerta del santoral.

Cuentan que la madre de Ernesto Cardenal se dolió del trato dado por Juan Pablo II a su hijo con un lamento suave y susurrante: «Yo esperaba que se comportase como un padre contigo». A lo que Ernesto respondió sumisamente: «Yo esperaba de él que se comportase como una madre».

Repito: no me desdigo de lo que he dicho sobre el criollaje en general, si tengo en cuenta añadida que muchos indígenas prefirieron alistarse en el Ejército español, pese a los sufrimientos padecidos durante trescientos años de coloniaje, antes que seguir exponiendo su espalda al látigo de los «libertadores» del siglo XIX.

Todas las revoluciones, como las intentadas en Nicaragua, en Bolivia, en Uruguay, en Ecuador, en Venezuela o la cumplida en Cuba…sangran por las venas múltiplemente abiertas en tales grupos humanos, como escribió Galeano. Pero ante todo, distingamos ¿quién produce esa sangre, el revolucionario que trata de vivir o su represor, que lo aniquila? ¿El martirizado o quienes lo martirizan? ¿Hay que pedir cuentas de daños por la presunta conculcación de la «democracia», como se hace ahora, a quienes quedaron despojados de su vida y de la herencia material que les correspondía? ¿Acaso no es democracia la lucha por la enseñanza pública –maltratada por los criollos–, la medicina básica –menospreciada por los criollos–, las comunicaciones integradoras o la dignidad? Latinoamérica no puede seguir siendo tierra de misiones o luchas tristes para su mínimo mantenimiento ¡Quousque tandem, Catilina!

Los criollos no han superado un elemental modelo económico colonialista consistente en la explotación básica de la masa rural y del trabajo indígena con jornales miserables. Han vivido, sin esfuerzo mayor, de exportaciones de materias básicas con beneficios que invertidos luego al margen de su pueblo, fundamentalmente en Estados Unidos, han generado y mantenido la escandalosa y revolvente deuda nacional de esos países. Es sangrante que esa deuda, sin propósito de la modernización doméstica, sostenga la opulencia de los criollos, que siempre han actuado en su patria, como ya he indicado, con un deleznable espíritu de coloniaje. El modelo social de Latinoamérica está fielmente reflejado en su urbanismo de núcleos centrales prepotentes y un cinturón profundo de barracas y suburbios degradados que alojan submundos abismales. Todo ello guardado por un militarismo extremadamente cruel en torno a dictadores sangrientos. Recordemos Argentina, Brasil, Uruguay, Chile, Bolivia, Paraguay… ¿Y ante este panorama escandaloso de desangrados pueden hablar de un retorno a la democracia quienes antes y ahora han conspirado contra ciudadanías explotadas que han intentado alguna suerte de liberación? ¿Es que se puede solicitar la ayuda de los soberbios poderes europeos o del norteamericano para restaurar la libertad democrática en Latinoamérica sin que quepa el menor recurso a la razón del explotado?

El caso de Venezuela es ejemplar en su cinismo. Honradamente hay que reconocer en el chavismo una intención –penetrada por ciertas actitudes tradicionales quizá ostentosas– de elevación vital de la población originaria o básica a fin de suprimir la profunda brecha étnica y social que impedía un perfil mínimamente moderno del país. No sólo se trataba de una reparación ética sino también estética. El recurso lingüístico a lo bolivariano indicaba un afán cierto de nivelación estructural, alejando así el escalonado anacrónico en que vivía el país. Chávez procedía con un afán de justicia y eficacia, pero a la vez soñaba con una arquitectura respetable. Era un indigenista que ansiaba salir del indigenismo degradante. En la búsqueda de este resultado último contaba con la riqueza esencial de su patria, el petróleo, para liberar a Venezuela de su miseria subyacente así como extender tal liberación a un subcontinente merecedor de otro destino. Y en esta batalla, ahora extremosa, tropezó no sólo con la élite adinerada venezolana sino con los explotadores exteriores de la colonia.

Pues bien, en torno a esta situación me gustaría decir cuatro cosas sobre el drama de Venezuela, a fin de denunciar en él, una vez más, la tiranía generalizada de la última fase del capitalismo. Hablar de conseguir la libertad del país, como hablan los ricos y poderosos de la colonia, con el empleo del bloqueo económico y financiero de Venezuela, revela terminantemente el espíritu criminoso del criollaje y de quienes lo emplean en bien pagada servidumbre. Si tanto anhelan la democracia los criollos no parece mínimamente noble que procedan como lo están haciendo: reduciendo a una dura supervivencia a los venezolanos que iban abriendo la puerta, con alegría y esfuerzo, a una discreta igualdad, a una mínima y esperanzadora dignidad, a una justicia social que les hiciera crecer sobre la tierra, ya que lo hecho por el chavismo e incendiado ahora por tantos miserables internos y externos nunca se había intentado siquiera en la larga historia padecida por el pueblo básico venezolano. La postura de los criollos desvela dos gravísimas cosas: que los explotadores de la globalidad –execrable fascismo sin siquiera teatro ingenioso alguno– emplean un puro y humillante terror para someter a la humanidad y que los brillantes papeles y tratados sobre las libertades política y de comercio que se exhiben en sonoras asambleas un día tras otro constituyen una deplorable e irrisoria coartada para limpiar sus manos, aunque sea inútilmente, de un crimen en que confluyen la impotencia moral y la material para andar un camino decente. Asambleas que se van deshaciendo interiormente por sus propias deshonestidades e insostenibles falacias. Alguna vez ya hemos hablado desde esta página del desorden mortal en que vive el tercer y último capitalismo, encuadernado en empobrecida piel humana y quebrado por el peso imposible de su verticalidad. Ya no son visibles siquiera los restos de aquellas clases medias que querían honrarse a si mismas y que han sido sustituídas por malas e inestables copias que aparecen circunstancialmente cuando se trata de alentar un consumo que tapone la hemorragia letal del juego financiero. La clase media como humus enriquecedor del suelo social ha desaparecido. De sus virtudes creadoras de sociedad solo quedan los despojos agonizantes en la memoria. Sin ideología, sin esperanza y sin fe las clases medias son hoy un documento caducado, una herramienta sin filo ¿Es eso lo que quieren lanzar a la calle esas minorías que se presentan como víctimas de una blasfema crucifixión?

Venezuela es hoy un pueblo al borde de la aniquilación tras haber ensayado, con todas sus dificultades, un camino con esperanzas ciertas. Quizá su tragedia abra a la luz muchas conciencias para sumarse a la reconstrucción inevitable del mundo, porque la humanidad siempre ha acabado por flotar entre los sargazos.