Koldo Campos
Escritor
GAURKOA

El país más pobre del mundo

Si es cierto, que lo es, aquel viejo pensamiento que cifra la riqueza individual o colectiva en la carencia de necesidades, Estados Unidos es, obviamente, el país más pobre del mundo. Necesita de todo, más vehículos, más drogas, más armas, más televisores, más patatas fritas, más medallas, más analgésicos, más petróleo, más agua, más muros, más record, más pavos, más anuncios, más estadísticas…

Hace algunos años Bill Gates reconocía durante un viaje por India que su país necesitaba inmigrantes pero, eso sí, inteligentes. Y en estos días, Donald Trump hasta matizaba el deseo de Gates y ponía apellido a la inteligencia: inmigrantes noruegos.

De lo que a nadie debe caber duda es que Estados Unidos necesita psiquiatras. En 1999, un estudio efectuado por la Conferencia de la Casa Blanca sobre Salud Mental, y que recogía alrededor de tres mil investigaciones, concluía que uno de cada cinco estadounidenses padecía trastornos mentales y que estas enfermedades eran la segunda causa de muerte en el país. O lo que es lo mismo, que 20 de sus cien senadores y 100 de sus 500 congresistas tienen trastornos mentales, a los que habría que sumar un 20% de militares lunáticos. Apunto un dato: entre el 2001 y el 2009 su ejército había sufrido en Afganistán 761 bajas en combate y 817 por suicidio, demostrando que por mucho que se esmerasen los talibanes las tropas estadounidenses se mataban más y mejor.

Tampoco son los únicos datos inquietantes que explican las características de una sociedad que ha convertido su «american way of life» en su única religión posible. En Estados Unidos, según estimaciones de diversas fuentes, mueren por arma de fuego cada año más de 30 mil personas, algo así como diez torres gemelas. Curiosamente, casi veinte mil de esas muertes son suicidios.

Estados Unidos necesita psiquiatras. Y los necesita no solo para tratar a sus soldados sino para ayudar a sus ciudadanos a superar psicopatías y paranoias diversas en una sociedad cuyas conversaciones telefónicas son grabadas, sus mensajes electrónicos registrados, sus correos revisados, sus vidas controladas y que, en defensa propia, se vigila y se delata a sí misma, y todo ello para evitar que alguien llegue de afuera a escucharles sus conversaciones, registrar sus correos o imponerles la censura.

La guerra como prevención de la guerra es, sin duda, el más avanzado soporte conceptual de la obsesión por defenderse. Y se aplica tanto a nivel nacional como internacional.

La autorización en el Estado de La Florida para que cualquier ciudadano armado que se sienta amenazado pueda abrir fuego en plena calle contra el motivo de su alarma, si no es una medida demencial, se le parece mucho, se le parece tanto como se parecían los dos hermanos Bush, el expresidente del país y el exgobernador de la Florida, que engendraron ambas medidas.

George Bush y su gobierno decidieron que el ejército de Estados Unidos tenía derecho a disparar sobre cualquier nación que amenazara su seguridad, su paz y su progreso. Jeb Bush y su gobernación decidieron que la ciudadanía de la Florida tenía derecho a disparar sobre cualquier individuo que amenazara su seguridad, su paz y su progreso. Obama defendía el derecho de su país a «torcer el brazo» a aquellos países que se negaran a aceptar sus «sugerencias» y Trump ha seguido insistiendo en el mismo derecho a «defenderse».

Es tan grave esa obsesión por defenderse que, en ocasiones, puede conducir a otra enfermedad no menos insólita y peligrosa para la humanidad: su fobia contra extranjeros de mierda, que diría Trump, en el entendido de que amenazas y atentados solo pueden llegarles del espacio o del llamado tercer mundo que, casi viene a ser lo mismo. Lo piensa la sociedad con más etnias, que compra más de la mitad de los 8 millones de armas que se fabrican anualmente en el mundo, y en la que según sus propios datos, hay 90 armas por cada cien ciudadanos.

Estados Unidos necesita psiquiatras que trabajen esa doble patología de la mentira y la credulidad extremas que puede resultar demoledora en una sociedad tan narcisista.

Ese creerse centro del universo que les permite a sus soldados estar exentos de responder ante tribunales internacionales; que hace que a su campeonato nacional de baloncesto lo llamen “Serie Mundial” y, en consecuencia, «campeones mundiales» a los ganadores; que celebran el “Juego de Estrellas”; que buscando nombres para sus equipos deportivos encontraron los Astros de Houston, el Cosmos de Nueva York, los Gigantes de San Francisco o los Supersónicos de Seattle, necesita psiquiatras. Esa sociedad capaz de ejecutar a menores de edad y retrasados mentales y dar clases de ética y moral; que todo lo reduce al oro, incluyendo el tiempo; que derrocha la luz para evitar mirarse y se vanagloria de su infame despilfarro como expresión del desarrollo que no paga; que siendo el país más endeudado del mundo dicta las pautas económicas al resto, necesita ayuda.

La locura explica su razón como la mentira confiesa su verdad. Y verdad y razón son dos de los conceptos más vapuleados por los gobiernos estadounidenses.

«Y la verdad os hará libres» repite la cita bíblica un enorme letrero colgado en la oficina principal del FBI. A algunos, además de libres los ha hecho millonarios. El exvicepresidente Dick Cheney es uno de ellos. Mientras en Iraq los soldados perdían la vida, los gobiernos perdían la vergüenza y los ciudadanos la memoria, Dick Cheney anunciaba al mundo estar ganando la guerra.

Prueba de la pobre salud mental en Estados Unidos la constituye el hecho de que sus presidentes asesinados siempre lo han sido por «hombres perturbados que actuaban solos y al servicio de nadie».

Abraham Lincoln fue asesinado en 1865 por John Wilkes, un «hombre perturbado, que actuaba solo, al servicio de nadie». James Garfield fue asesinado en 1881 por Charles Guiteau, un «hombre perturbado, que actuaba solo, al servicio de nadie». William McKinley fue asesinado en 1901 por León Czolgosz, un «hombre perturbado, que actuaba solo, al servicio de nadie». John F. Kennedy fue asesinado en 1963 por Harvey Oswald, un «hombre perturbado que actuaba solo, al servicio de nadie».

Otros presidentes, como Andrew Jackson en 1835; Franklin Delano Roosevelt, en 1933; Harry Truman, en 1950; Gerald Ford, en 1975; y Ronald Reagan en 1981, sobrevivieron a atentados contra sus vidas, siempre a manos de «hombres perturbados, que actuaban solos, al servicio de nadie».

Políticos como Robert Kennedy, líderes como Martin L. King, artistas como John Lennon, fueron asesinados por «hombres perturbados, que actuaban solos, al servicio de nadie».

Estados Unidos, porque no todo han de ser carencias, dispone del mayor arsenal en la historia de la humanidad de «asesinos perturbados, que actúan solos y al servicio de nadie».

A los escolares que, cada cierto tiempo, compiten por ver quien asesina más compañeros de clase y profesores en escuelas e institutos de Estados Unidos, probablemente, Santa Claus les dejaba por Navidad uniformes de combate y rifles automáticos para que aprendieran a disparar. Y antes de aprender a hablar ya había visto en televisión toda clase de guerras, con sus correspondientes e intrépidos comandos que siempre llegan a tiempo de salvarnos. Sus habitaciones estaban decoradas con gigantescos afiches de soldados de gélida mirada exhibiendo bíceps y pesadas cartucheras alrededor del torso. Y sus padres los habían educado con arreglo a los más sólidos valores patrios y familiares. Para protegerlos, por supuesto, les habían enseñado desde muy temprana edad a manejar armas para que ningún otro niño fuera a abusar de ellos: «No permitan que les peguen», les habían enseñado. También habían sido instruidos, como la mayoría de los niños, en su natural supremacía sobre las niñas para que no fueran a tolerarle a ninguna que cometiera la equivocación de rechazarlos: «No permitan que les digan que no» les habían enseñado. Como buenos estadounidenses también se habían preocupado porque los pequeños aprendieran a honrar país y bandera y a defenderse de toda clase de amenaza extranjera: «No permitan que los amenacen» les habían enseñado.

Obviamente, Estados Unidos también necesita psiquiatras. El propio Trump aludía a esa necesidad cuando advertía en los trastornos de salud la causa de tanto pistolero suelto, y es que no hay país ni presidente que se preocupe tanto por la salud y tan poco por la vida.

(Euskal presoak Euskal Herrira).