Mikel INSAUSTI
CRÍTICA «Dantza»

El cordón umbilical que une al pueblo con sus raices

La propuesta cinematográfica de Telmo Esnal con “Dantza” es la más arriesgada que se ha dado en una película hecha en Euskal Herria, y seguramente no obtendrá el mismo reconocimiento que otras recientes que utilizan un lenguaje de ficción más convencional, pero el premio de la Industria que le fue otorgado en el año 2017 en Donostia es indicativo de un trabajo de la máxima altura profesional que pone un techo en lo que a calidad técnica y artística se refiere. Muy pocos musicales se atreven a renunciar al uso de los diálogos, con los que se suelen reforzar los números coreográficos y las canciones, pero “Dantza” es una película muda, que está más cerca de obras no discursivas sobre el universo conocido como la visual y poética “Koyaanisqatsi” (1982) de Godfrey Reggio.

Y si aquella era una creación universal que partía de la simbología nativa del Norte de América, se puede decir lo mismo de “Dantza”, que entronca el ser euskaldun con una especie de cosmovisión basada en los ciclos de la naturaleza desde la perspectiva de la evolución humana reflejada en sus tradiciones milenarias asociadas al trabajo en el campo o a la fiesta de celebración de la cosecha. La introducción se remonta al origen de todas las cosas, y viene a ser una respuesta telúrica al famoso prólogo con que Kubrick abría “2001” (1968). Todo nace de los sonidos de Ama Lur, por eso no hay en la escena otra música que no sea la del ritmo que marca la azada golpeada contra el suelo duro y reseco de las Bardenas. Ruidos cotidianos que a lo largo del metraje irán encontrando su eco en las acciones y movimientos sincronizados de los sidreros o los canteros.

La grandeza de Telmo Esnal ha consistido en captar las armonías que se derivan de esos gestos arcaicos, sublimadas por la belleza coreográfica del baile a partir de los rituales tribales de la colectividad. Cada paso, cada salto en el vacío, cada equilibrio imposible es pura vida.