Liberad a Zaplana
Este pasado miércoles, el Partido Popular solicitaba la excarcelación de Eduardo Zaplana para que pueda ser atendido de su leucemia en un hospital y no en un centro penitenciario. El exministro de Trabajo y expresidente de la Generalitat Valenciana, que acababa de someterse a una revisión médica en la cárcel de Picassent, tuvo que ser ingresado en el Hospital la Fe de Valencia ante el avance de la enfermedad. «Un poco de humanidad», pedía el PP desde su cuenta oficial de Twitter. Hacía apenas un mes, José María Aznar había reclamado una solución «humanitaria y compasiva» en un acto de la Fundación FAES en Valencia. Eduardo Zaplana ha cumplido ya siete meses de prisión preventiva y los dirigentes populares insisten en el riesgo inminente de muerte.
Era 22 de mayo cuando los periódicos anunciaban que Zaplana había sido detenido en Valencia por un supuesto delito de blanqueo de capitales y cohecho. Además, la operación Erial se llevaba a los calabozos a otros seis implicados en una trama delictiva que salpica al Gobierno de la Comunidad Valenciana. La Guardia Civil está convencida de que Zaplana cobró más de diez millones de euros en comisiones e investiga movimientos bancarios de dinero oculto en Luxemburgo y en Uruguay. Su nombre aparece también en las investigaciones de la operación Púnica, en la operación Lezo y en la trama Gürtel. Al día siguiente de su detención, los abogados de Zaplana se aferraron a la leucemia que padece desde 2015 para reclamar su libertad. La Fiscalía se opuso.
La tensión entre enfermedad y política penitenciaria no plantea, ni mucho menos, un dilema novedoso. No hace falta recurrir a la insalubridad de las cárceles franquistas para recuperar algunas historias estremecedoras de enfermería y talego, presos condenados a una muerte de perro en la celda más aislada de la cárcel más recóndita. Ahora recuerdo a Joseba Asensio, Kirruli, que murió el 8 de junio de 1986 en su chabolo de Herrera de la Mancha con una infección de tuberculosis en los pulmones. Tenía veintisiete años. Dos días después, en un acto fúnebre que denunciaba la desasistencia sanitaria de Asensio, la policía arrancó literalmente el ataúd a sus familiares y amigos y provocó una treintena de heridos. Hubo disparos al aire. A Joseba Asensio le habían diagnosticado una pleuritis en Carabanchel en 1982 pero entonces nadie consideró oportuno ofrecerle tratamiento.
Si hablamos de muertes de perro es difícil no acordarse de Arkaitz Bellon, que el 5 de febrero de 2014 apareció muerto en su celda de Puerto I a causa de un edema pulmonar. Bellon cumplía trece años bajo la acusación de haber participado en un episodio de vandalismo callejero. Cuando murió se encontraba en primer grado y le quedaban apenas tres meses para recobrar la libertad. La médica de la familia atribuyó la muerte a la alimentación inadecuada, a la tensión y a un interminable periplo de agresiones y palizas de los funcionarios que el propio Bellon había denunciado en Algeciras en 2008, en Puerto III en 2010 y en Sevilla en 2013. Nadie impidió que muriera a los treinta y seis años, a más de mil kilómetros de su casa y después de haber pasado una tercera parte de su vida preso.
A Bellon le atribuían responsabilidades en el incendio de dos autobuses y un cajero automático durante la semana grande de Donostia en agosto del año 2000. Apenas un mes después de aquellos hechos, el Gobierno de Aznar abría un debate para endurecer el Código Penal. Proponía prisión de hasta diez años para menores de edad implicados en acciones callejeras, definía como terrorismo protestas sin daños humanos que hasta entonces habían sido catalogadas como vandalismo e introducía el delito de apología del terrorismo, que durante estos últimos años ha servido para procesar a raperos, tuiteros y titiriteros por los motivos más peregrinos. PSOE, CiU y CC se sumaron entonces a la misma retórica de garrote y mano dura que hemos escuchado esta semana pasada en boca de Pablo Casado y Santi Abascal con respecto a la prisión permanente revisable. Los ultras sobrevuelan estos días el cadáver de Laura Luelmo para abonarse al populismo carroñero de la cadena perpetua. Resulta enternecedor y de una cruel ironía escuchar ahora al PP implorar clemencia para Zaplana.
En mayo de este años, una semana después de que Zaplana ingresara en prisión, Etxerat convocaba una marcha en Ondarroa para reclamar la excarcelación de doce presos gravemente enfermos. Eran reclusos con cáncer en estado avanzado, con sida o con dolencias psíquicas agudas, enfermos que a menudo permanecen en el régimen penitenciario más estricto, en aislamiento y a centenares de kilómetros de sus familias. Recuerda Etxerat que doce presos enfermos obtuvieron la libertad atenuada entre 2008 y 2011. Pero desde que ETA se retiró de la vía armada, el Gobierno ha denegado las catorce solicitudes de excarcelación que ha recibido. En abril de 2017, el Ejecutivo de Rajoy anunciaba que los presos solo serán liberados cuando se pueda corroborar que faltan menos de dos meses para su muerte. En junio de 2017, todos los partidos excepto el PP reclamaron en el Parlamento de Gasteiz la excarcelación de los presos enfermos. Un mes antes, PP, PSOE y C’s habían rechazado una propuesta similar en el Congreso de los Diputados.
En estos días es imposible pasar por alto algunas efemérides. En primer lugar, el atentado contra el almirante Luis Carrero Blanco, el trabajo subterráneo del comando Txikia y el Dogde presidencial convertido en chatarra en la azotea de un convento jesuita. Pero también esta semana se han cumplido cuarenta años del atentado parapolicial contra José Miguel Beñaran, Argala. Los ejecutores habían querido vengar la muerte del ogro y se esforzaron en que coincidieran las fechas de ambos atentados. El día de nochebuena de 1978 llegó el féretro de Argala a Arrigorriaga para que los suyos pudieran darle sepultura. En un pasaje inolvidable de nuestra historia, las fuerzas policiales del nuevo régimen constitucional sitiaron el pueblo e impidieron que miles de personas llegadas de muy diversos lugares acompañaran la ceremonia. A modo de protesta, la familia pidió que los vecinos permanecieran en sus casas de forma que la comitiva que portó el cuerpo hasta el cementerio se redujo a una escalofriante estampa de quince personas junto a un ataúd cubierto por una ikurriña y el emblema de KAS.
Si ahora recuerdo aquel capítulo es porque, entre todas las fotografías que se conservan del entierro, hay una especialmente memorable. Desde la distancia y con el foco difuminado, en un pueblo desierto y tomado por las fuerzas de orden público, alguien capturó el momento exacto en que tres oficiales se cuadraban con la mano en la frente ante el féretro de Argala. Habrá quien diga que fue un gesto mecánico de respeto. El Gobierno Civil objetó que las ordenanzas militares obligan a los oficiales a rendir honores ante cualquier cortejo fúnebre. En todo caso, parece que aquellos tres hombres supieron guardar un mínimo sentido del honor ante su enemigo. No es habitual en las lides militares. Aún recuerdo los selfies triunfales de los soldados de George H. W. Bush junto al cuerpo anciano de Sadam Hussein. Las imágenes denigrantes del torturadero de Abu Ghraib. El linchamiento de Muamar el Gadafi grabado por la turba opositora y la exposición pública del cadáver.
Liberad a Zaplana. Concededle el privilegio de que muera entre los suyos y demostrad la altura moral que no ha sabido tener su propia gente. Sacad a la calle a los presos enfermos, a todos sin excepción, y arrancadle los colores al cinismo del Partido Popular, a sus campañas de odio, a su populismo penitenciario y a sus leyes de excepción contra la población reclusa. Dejad que resuenen en su conciencia, si es que conocen tal cosa, la voz de todos los presos que han muerto enfermos en sus celdas. Que escuchen, si es que no son sordos, las voces de los miles de civiles masacrados en Iraq. Que retumben las voces de los parados, de los desahuciados, de todos aquellos a quienes han robado tanto durante tantos años. Liberad a Zaplana y decidles que lo último que queremos es parecernos a ellos.