Dabid LAZKANOITURBURU
REVUELTA POPULAR EN ARGELIA

Crónica de un polvorín anunciado y por estallar

No pocos lo veníamos advirtiendo. Argelia es un polvorín que puede dejar pequeñas revueltas similares en otros países árabes. El Gobierno trata de templar los ánimos con promesas de transición. Pronto se sabrá si es o no demasiado tarde, para Buteflika y para el régimen

Argelia fue, junto con la excepción de la mayoría de las satrapías del Golfo, el único gran país árabe por el que las primaveras de 2011 pasaron de refilón.

Pese a que hubo un rápido conato de protestas juveniles al calor de la revuelta en la vecina Túnez, los 42 millones de argelinos que viven en el país más extenso de África decidieron por aquel entonces no tentar a la suerte, escaldados sin duda por la guerra civil que estalló 20 años antes tras el golpe de Estado militar que siguió a las sucesivas victorias electorales de los islamistas del FIS.

Y eso que Argelia condensaba y consensa todos y cada uno de los elementos estructurales que pueden dar alas a la insurrección. Si en 2011 el sistema aplacó la ira de una población juvenil en paro y su futuro con créditos y subvenciones, el desplome de los precios del crudo desde 2014 está dejando al gobierno sin liquidez (el 97% de sus ingresos procede del petróleo).

A ello se suma el desgaste de un modelo, el que puso en marcha el Frente de Liberación Nacional (FLN) tras su victoria sobre la metrópolis francesa en 1962. Un modelo lastrado por la corrupción, el clientelismo y el control por parte del Ejército de vastos sectores, por no decir casi todos, de la economía del país.

La irrupción electoral de los islamistas del FIS en 1991-92 –ganaron las municipales e iban en cabeza tras la primera vuelta de las legislativas– fue el primer serio aviso de que el régimen –en un sentido holístico, no necesariamente peyorativo– empezaba a hacer aguas.

Tras el golpe de Estado de 1992, bendecido por la comunidad internacional, estalló una guerra civil –que, como todas, incluyó una guerra sucia no menos feroz– que dejó un saldo de 300.000 muertos. Fue precisamente el hoy presidente, Abdelaziz Buteflika, quien tras su rehabilitación y regreso del exilio, logró una reconciliación que consistió en garantizar el control político y económico por parte del régimen a cambio de ceder a los islamistas el espacio del adoctrinamiento y de la asistencia social.

El resultado de esa reconciliación, sin obviar que logró que Argelia dejara de desangrarse, fue y ha sido que nada cambie salvo la profusión de mezquitas, a cual mayor, por todo el país y, a ojos de los que lo han visitado últimamente, la islamización de amplios sectores, también juveniles, de la sociedad.

No parece que estos lideren las protestas, lo que no quiere decir que no estén ahí.

El elemento, si se quiere coyuntural, pero que ha sido la gota que ha colmado el vaso es la candidatura de Buteflika, quien en 2013 sufrió un ictus y que no ha comparecido públicamente desde entonces.

La cuestión es que, más allá de lo surrealista de la situación, la terquedad de Buteflika, o la de su entorno, incluido su hermano pequeño Said, es estructural, porque responde a la incapacidad del sistema de fraguar un relevo manteniendo los difíciles equilibrios entre los distintos sectores del régimen.

Las manifestaciones comenzaron el 22 de febrero –desde meses antes se registraban protestas protagonizadas por hinchas de fútbol– y la Policía y el Ejército no han hecho uso hasta ahora de su prolijo arsenal represivo. El Gobierno ha prometido un período de transición tras los comicios de abril y nuevas elecciones en un año.

El viernes sabremos si Argelia vuelve al limbo o si se cumple lo que venían advirtiendo no pocos analistas: que era cuestión de tiempo que el polvorín argelino terminara estallando.