Mario Zubiaga
Profesor de la UPV-EHU
GAURKOA

Fue (in)justo

Ah, La violencia!… Monotema doloroso en torno al cual ha orbitado nuestra vida colectiva desde… ¿Desde cuándo? ¿Desde las carlistadas? ¿Desde el 36? ¿Desde finales de los sesenta del pasado siglo? Ni siquiera el acuerdo sobre el periodo histórico a acotar resulta fácil. No en vano, la acotación temporal supone siempre una determinada atribución de responsabilidades. En todo caso, los polvos de antaño traen los lodos de hoy que, al secarse, se convierten en polvos de los lodos futuros, en una cadena de sufrimiento colectivo interminable.

¿Cuál es el marco interpretativo más adecuado para limitar la violencia?

Desde luego, no sirve el marco dominante en las élites españolas y vascas, que compartiendo en la mayor parte de los casos la misma educación confesional, a la invasión de lo político por la economía le añade además la colonización moral.

La necesaria autonomía de «lo político» exige una visión más pragmática. Charles Tilly resume el debate con precisión: «la limitación de la violencia depende menos de la destrucción de las malas ideas, de la eliminación de las oportunidades para ejercerla o de la supresión de los impulsos, que de la transformación de las relaciones entre personas y grupos». Es decir, ni la terapia psicológica de las «personas violentas», ni la mayor o menor dificultad para hacerse con armas o la disuasión penal ayudan gran cosa si no se hace un esfuerzo en gestionar de otro modo las relaciones intergrupales.

Sin embargo, en nuestro país se sigue insistiendo en las terapias idealistas, basadas en la condena de la maldad que supuestamente anida en ciertas ideas políticas, caracterizando la violencia política como ese pecado que debe ser reconocido, purgado, y finalmente redimido.

Desde un punto de vista moral, nadie discute que en la civilización judeocristiana que todos compartimos la violencia es un mal rechazable. Matar o dejar morir siempre es condenable moralmente, pero si acudimos a una ética comunitaria, la violencia puede ser justa.

Así, uno puede preguntarse hoy sobre la justicia del atentado contra el comisario Manzanas o el almirante Carrero Blanco. Sin duda, entonces y ahora, aquello fue una maldad moral. Pero ¿fue injusto? Esa pregunta tuvo una respuesta entonces: la ética comunitaria dominante en nuestro país en los años 1968 o 1973 justificó aquellos actos. También podemos preguntarnos si fue justo atentar contra Miguel Angel Blanco, y parece evidente que la inmensa mayoría de la sociedad vasca de aquel infausto 1997, además de indignarse por la inmoralidad de aquel asesinato, no consideró éticamente justificable aquella muerte. Los procesos de legitimación comunitaria de los medios violentos no se siguen de un cálculo meramente moral ni son estáticos, evolucionan con el tiempo. Parten de una reflexión personal, pero se definen colectivamente en cada momento histórico. El presentismo ético –juzgar hoy las opciones éticas del pasado–, tiene poco sentido, más allá de la autocrítica que cada uno pudiera hacer respecto de su propia biografía. Actividad loable, pero no extrapolable al modo en el que una comunidad debe hoy entender un pasado que prefigura el futuro. Menos aún si se pretende entender ese pasado como un solo episodio que comienza en 1968 y concluye en 2011. La polémica sobre la legitimidad de la violencia política es el debate ético por excelencia. Y debería ser distinguido de la controversia moral, que, junto con el código penal –artículo 578–, cierra todas las puertas a una libre discusión.

Entonces, ¿Cuál es la razón de colonizar moralmente un debate estrictamente político?

El primer motivo puede ser loable: reconocer lo injusto de la violencia sería un bálsamo para las víctimas, en la medida en que probaría un arrepentimiento más profundo por parte del victimario. Sin embargo, como nos recuerda Sara Ahmed, no se debería confundir daño y sufrimiento con injusticia. Tal cosa nos conduce a individualizar y sicologizar los males sociales de modo que llegamos a considerar que las injusticias, las desigualdades o la violencia son dañinas porque hieren lo sentimientos de la gente. La primacía del sentimiento personal de injusticia, eleva el sentir de las personas perjudicadas –particular y diverso–, a categoría pública, universal.

Un segundo motivo, menos defendible, es el que convierte ese «fue injusto» en un shibboleth, o «santo y seña» para la aceptación social, fenómeno este perfectamente descrito por Joxe Azurmendi. Hablamos de esa fórmula retórica que define simbólicamente una frontera sociopolítica, y cuya mera verbalización –se haya o no asumido internamente su significado–, da acceso al juego partidario. La pronunciación correcta y exacta del shibboleth –«fue injusto»–, visibilizaría la derrota del advenedizo a ese «club democrático» y sería el precio a pagar, no solo para ser reconocido como igual, sino, en este caso, para la flexibilización de la gestión carcelaria, por ejemplo. Consecuentemente, el rechazo al shibbolet por parte del adversario permite erosionar su posición política desde el púlpito de la moralidad dominante.

El tercer motivo, parte de una visión ingenua que confía en el valor performativo de ciertas palabras. El «fue injusto» sería una especie de exorcismo cuya mera pronunciación permitiría alejar el peligro de una vuelta a tiempos diabólicos que nadie desea revivir. Sin embargo, sin minusvalorar la importancia de una revisión crítica integral del pasado, tenemos que ser conscientes de que es imposible trasladar a nuestra juventud las enseñanzas derivadas de la experiencia traumática de la generación que vivió aquellos años de plomo y tortura. Si queremos que no se repita, habrá que explicarles que la violencia no es una frivolidad, que la ética nos obliga a valorar el coste humano de cualquier acción, que cualquier forma de lucha es preferible, que las personas deberían ser fines, no medios… Pero, sobre todo, toca a nuestra generación ofrecer a la juventud un país en el que todos los proyectos políticos puedan ser materializables democráticamente. Esa es la verdadera garantía del «nunca más». En resumen, siguiendo a Tilly, volquemos los esfuerzos sociales e institucionales en ofrecer un marco para la gestión democrática de los conflictos políticos y dejémonos de sermones. Menos teología y más política. Con mayúsculas.