Mikel Zubimendi
ANTISEMITISMO: «CRISIS» TAN REAL COMO INDUCIDA

Cuando hacer una crítica antisionista te condena a ser criticado por antisemita

La acusación de antisemitismo está en el debate político en EEUU, Gran Bretaña y Francia. Esta forma de racismo basado en un antiguo prejuicio contra los judíos se utiliza para acallar toda critica al sionismo.

La congresista demócrata por Minnesota, Ilhan Omar, de origen somalí y la primera mujer negra y musulmana en llegar al cargo, ya está en el disparadero. Sus adversarios y el aparato de su propio partido la acusan de utilizar el viejo bulo antisemita de «la doble lealtad», de actualizar bastardas denuncias del pasado que retratan a los judíos como «nómadas perpetuos» incapaces de ser leales al Estado en el que viven. Según sus detractores, sus palabras riman con antiguas calumnias contra los judíos y, además, con nuevas formas de xenofobia como la que acusa a los musulmanes de lo mismo, de ser incapaces de vivir en una democracia occidental al priorizar la lealtad a la ley islámica al cumplimiento de sus obligaciones ciudadanas.

Por otra parte, la denominada «crisis del antisemitismo» en el partido laborista británico parece no tener fin. Los detractores de su líder, Jeremy Corbyn, tanto los de dentro como los de fuera, están exprimiendo al máximo el tema, con la esperanza de que el laborismo se convierta en la acogedora casa común de los oportunistas como Tony Blair y sus amigos del lobby sionista. La conocida sionista y parlamentaria que acaba de dejar la bancada laborista, Luciana Berger, ha llegado a sostener la acusación de «antisemitismo institucionalizado» en el Partido Laborista, absolutamente incorregible mientras Corbyn siga siendo el líder.

Convertir la denuncia del antisemitismo en arma política no es algo novedoso ni exclusivo de EEUU o de Gran Bretaña. Por ejemplo en Francia, a raíz del aumento de ataques e incidentes antisemitas, el presidente Emmanuel Macron habló recientemente en un acto del CRIF (Consejo Representativo de Instituciones Judías de Francia). No analizó las razones reales de ese preocupante aumento y obvió que el antisemitismo ha sido una fuerza relevante en Francia durante muchos siglos, bajo diferentes formas de gobierno, con momentos particularmente violentos como los del «caso Dreyfus» en la década de 1890 o la del régimen colaboracionista nazi de Vichy en la de 1940.

Al contrario, ante una audiencia entregada, el presidente francés declaró a los cuatro vientos que «los antisemitas no son dignos de la República» y adelantó una reforma de la legislación penal para hacer que el antisionismo sea equivalente al antisemitismo, oficializando así una nueva ecuación. Según sus palabras, «el antisionismo es una de las formas modernas del antisemitismo».

El antisemitismo es una forma de racismo totalmente despreciable, cruel y mortal. Hunde raíces en la historia y ha sido utilizado para perseguir y martirizar al pueblo hebreo. El antisemitismo es actual, transnacional y multiforme. Es responsable, por poner algunos ejemplos recientes, de la muerte a tiros de 11 judíos en una sinagoga de Pittsburg, de tres niños y una maestra a la escuela judía Ozar Hatorah de Toulouse, o de cuatro personas que simplemente visitaban o trabajaban en el museo judío de Bruselas.

El antisemitismo es un antiquísimo prejuicio contra los judíos solo por el hecho de serlo. Son varias las razones y las manifestaciones de ese prejuicio. Para muchos cristianos del imperio romano tardío, los judíos eran responsables «colectivamente» de la muerte de Jesucristo. Esta terrible acusación, basada en la mitología religiosa y en la narrativa de ciertos apóstoles, particularmente de Mateo, todos ellos judíos por cierto, cuenta la historia de cómo el liderazgo judío se vio amenazado por Jesús y por su movimiento y en represalia buscó matarlo.

Según el Evangelio de Mateo, durante el proceso a Jesús los judíos pronunciaron una frase que, sin quererlo, marcó la historia y el destino del pueblo hebreo en su relación con los cristianos: «¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Este grito fue interpretado a lo largo de los siglos como una maldición, como la asunción de la responsabilidad en la muerte de Jesús.

La otra acusación contra los judíos, clave para entender el antisemitismo occidental, es el de la codicia. Teniendo prohibida la propiedad de la tierra y el permiso para realizar muchos negocios, los judíos prosperaron en terrenos como el del comercio, el préstamo del dinero, el forjado del oro o el tejido de la seda. En realidad, la inmensa mayoría de los judíos eran pobres, pero la imagen del judío ávaro y explotador se convirtió en caricatura en la Edad Media. Y los puso en el punto de mira al convertirlos en objeto de envidia y resentimiento por parte de muchos cristianos que a la animadversión religiosa sumaron la económica.

El antisemitismo contemporáneo está menos enraizado en las razones religiosas que en el resentimiento ante la prosperidad e influencia de los judíos. Según la narrativa que alimenta esa animadversión, monopolizarían todo el poder: Hollywood, el Congreso y Gobierno de EEUU y de muchos países, los bancos, la prensa, la Academia, Wall Street, etc...

El sionismo es un dogma político que insiste en un Estado exclusivamente judío en Palestina. Es perfectamente legítimo, y hasta saludable, ser antisionista porque el sionismo niega a los palestinos sus derechos civiles y nacionales, porque es un canto de sirena que corrompe a muchos judíos, socava el derecho internacional y los derechos humanos, y seduce a gobiernos y élites para que sigan apoyando las ambiciones sionistas.

Es más, el sionismo tiene capacidad de redibujar la realidad al dar a entender una falsa reclamación: todos los judíos del planeta están representados por el Estado de Israel, según su visión, «la única democracia liberal de Oriente Medio». Y si compras ese argumento, parece que toda persona crítica con Israel lo es así mismo con los judíos, sencillamente, porque sí.

No hay que retroceder hasta Theodor Herzl, periodista y escritor austrohúngaro de origen judío, fundador del sionismo político moderno, para observar la transformación de ese movimiento. Basta con centrarse en la actualidad y fijarse en el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, que ha declarado, sin desatar polémica o escándalo alguno, que Israel «no es un Estado de todos sus ciudadanos», en clara referencia a la población árabe del país.

O que ha decidido cerrar un pacto electoral con el partido fascista kahanista Otzma Yehudi que lleva la limpieza étnica de los palestinos en su programa. Un partido dirigido por antiguos discípulos del rabino Meir Kahane, líder fundador del partido de extrema derecha Kaj (Así), cuyo nombre aludía al eslogan del histórico grupo paramilitar judío Irgun: «Rak Taj» (Solo así) y que enarbolaba políticas como la expulsión total de los árabes.

O basta con escuchar al actual Rabino Sefardí, Yitzhak Yosef, que dice ante sus seguidores que Israel debe ser étnicamente «limpiado» de palestinos.

Poco importa que Ilhan Omar estuviera hablando de los políticos y no de los judíos, o que el antirracismo de Jeremy Corbyn esté fuera de toda duda, a todos los niveles y en todos los frentes. En el caso de Omar, toda la atención y la posterior presión mediática se centró en cinco palabras suyas: «lealtad a un país extranjero». No, Ilhan Omar no acusó a los judíos de doble lealtad. Acusó a la clase política estadounidense de extrema parcialidad pro-israelí. Junto con las también congresistas demócratas de origen palestino, Rashida Tlaib, y portorriqueño, la estrella ascendente Alexandria Ocasio-Cortez, que han hablado en voz alta en defensa de los derechos de los palestinos, Omar venía denunciando la sobredimensionada influencia del dinero del lobby israelí del AIPAC (American Israel Public Affairs Committee) en la política de EEUU.

Por su compromiso con la causa palestina y por sus críticas al lobby israelí, ya la habían puesto en el punto de mira. Los fanáticos saltaron a su yugular, en otro ejemplo, que no será el último, de absoluta imposibilidad en Washington de alejarse del inquebrantable apoyo a las políticas de Israel. Al parecer, no hay problema en criticar a otros lobbies, a los gigantes del petróleo, de las finanzas, de las farmacéuticas, pero hacerlo con el AIPAC conlleva la condena: te convierte en antisemita.

En los últimos años, la inmensa mayoría de los políticos de EEUU ha luchado de manera casi unánime para acallar toda crítica pública a Israel. Más de 26 estados federados han aprobado legislaciones especiales que castigan a los negocios y a las personas que apoyan la campaña por el Boicot, las Desinversiones y las Sanciones (BDS) contra Israel o que obligan a firmar una declaración jurada de que nunca boicotearán a Israel como requisito indispensable para lograr un contrato público.

Corbyn ya ha sido explícito, su compromiso antirracista es claro y notorio, pero nada de eso satisface a sus detractores ni desencalla la llamada «crisis del antisemitismo» con la que atacan al laborismo. Hasta que el partido que lidera no pase el «examen» del lobby sionista, y se comprometa a no reunirse nunca con líderes de la resistencia palestina, a no apoyar la campaña BDS, a no manifestarse contra los bombardeos con fósforo contra Gaza, etc…, no cejarán en el empeño. Intentarán a toda costa socavar el apoyo de Corbyn y de sus aliados a los palestinos así como su intento de mover el laborismo lejos del liberalismo dominante que abanderó Tony Blair.

Con sus palabras, Macron defiende que no está permitido manifestarse en contra de las bases ideológicas del racismo israelí. Y si se hace, el que lo haga probablemente será juzgado por racista y criminal. Para el presidente francés, la crítica al dogma sionista convierte al autor de la crítica en antisemita. Lo que no dice es si esa misma ecuación sirve para los millones de judíos, seculares o religiosos, que rechazan de plano el sionismo y defienden valores republicanos y democráticos para Israel. Es, en definitiva, utilizar la ley y la amenaza del castigo para silenciar las críticas y la oposición popular a ciertas políticas de Israel.

La lucha para conseguir los derechos de los palestinos y liberar a los judíos y palestinos de las consecuencias del racismo sionista ha entrado en una nueva fase. En términos de batalla por la opinión pública, Israel ha perdido en gran medida. Pero ganar esta batalla no equivale a que el racismo sionista esté vencido. Al contrario, los sionistas, con el primer ministro Netanyahu a la cabeza, han demostrado ser muy capaces de mantener el apoyo financiero y militar de Occidente a Israel hasta niveles insospechados, obscenos, a pesar de la naturaleza del apartheid que enarbolan y ponen en práctica.

Y siguen manteniendo esa capacidad porque han cambiado de táctica, han dejado de lado el debate popular y priorizan la utilización de su influencia en las élites occidentales para criminalizar toda palabra que denuncie la naturaleza discriminatoria del estado sionista. En definitiva, para hacer que toda crítica reciba su condena: ser criticada por antisemita.