Martin Garitano
KOLABORAZIOA

El Lazareto

Hace tanto tiempo... Yo era un niño, apenas un mozalbete y jugaba. Siempre en la calle, en la Plaza de San Pedro, en la burrería y en el caserío de Ramón.

Era un caserío hermoso, blasonado, y entre los manzanos y las higueras habíamos construido una chabola. Allí pasábamos las horas y los días, sentados y discutiendo cómo reparar las goteras, que eran muchas y nos hacían sentirnos casi naúfragos en las lluviosas tardes de sábado. También jugábamos al escondite o entrábamos hasta el mismo centro de la tierra con candiles de carburo, por la puerta de la cueva de Idurixo, protegidos por cascos requisados en una cantera próxima.

Disfrutábamos de un entorno casi idílico, como jóvenzuelos un tanto asilvestrados que soñaban con las aventuras de Tom Sawyer o Batanero, el que huyó por la claraboya a las órdenes de Dick Turpin. Y, sin embargo, al cruzar el puente romano que salvaba el río Deba, algo nos inquietaba: el Lazareto.

Lazareto era un caserón habitado sólo en parte por la familia de Bombillo. No sabíamos su nombre. Sólo que era barrendero y que estaba calvo como una bombilla. Como servidor ahora mismo, más o menos.

Amillaga era un barrio alejado del casco urbano y allí habían levantado el Lazareto, la leprosería. Contaban los mayores que allí confinaron a los vecinos infectados por la lepra que castigó con lacerante dureza la Villa y que se frenó el día de San Roque, tras una procesión rogativa, al llegar el paso a Zubieta. Desde entonces San Roque comparte patronazgo con San Martin de Agirre, hijo del pueblo crucificado en la colina que preside la bahía de Nagasaki.

Y pasábamos frente a Lazareto con un cierto temor, casi reverencial, pensando, tal vez, que la lepra habitaba aún en aquel paraje. Y, asustados por la imagen de gentes cubiertas de pústulas y llagas purulentas, apretábamos el paso para huir del peligro. La posibilidad de ser internados en Lazareto nos parecía algo atroz. Ni Juanbi, que era el más valiente, se atrevía a acercarse a lo que imaginábamos un foco de infección seguro. Aunque Bombillo y su familia vivieran allí con aparente tranquilidad.

Hoy, tantos años después, Lazareto ya no está. Lo derribaron y por allí pasa una carretera variante. Tampoco se conocen nuevos casos de lepra desde aquel bendito día de San Roque. Hoy hemos trasladado los lazaretos a nuestras casas. Decenas de miles de lazaretos habitados por todos. Salvo los infectados por la nueva lepra. A esos los encerramos en hospitales, pabellones deportivos y hasta en hoteles, alguno de gran lujo.

Seguro que nuestros antepasados no procesionaron con mascarilla, poca protección más allá de la boina o el pañuelo en la cabeza. Pero San Roque debió apiadarse de aquellas gentes, temerosas de Dios y aterrorizadas por la lepra.

Como cuando niño, tampoco hoy quiero ser llevado al lazareto. Por eso me quedo en casa. Con televisión, ordenador, un bitter para celebrar el angelus a mediodía, buena comida y tiempo de sobra para cocinar con mimo. También tengo teléfono con el que comunicarme con familia y amigos y no me aburro con todos esos vídeos que corren a la velocidad de la luz por las redes sociales. El mejor, sin duda, el del valiente trompetista que señala la dirección de salida a las fuerzas de ocupación que aprovechan el confinamiento dictado para campar a sus anchas por nuestras calles desertizadas.

También a mí me gusta salir; paso el año esperando al 6 de julio. Deseo abrazar y besar a las gentes que quiero, pero ahora no puede ser. Hemos maltratado al planeta y ahora toca esperar en casa a que sane las heridas que nosotros le hemos infligido. Y que no me cuenten lo del chino que se comió un murciélago. Si no me creo lo del palomo que preñó a una virgen y nació un dios, tampoco esto. Algún día, acaso, sabremos qué ha pasado. Ahora toca esperar en casa. Por mí, por ti, por todos.