Victor ESQUIROL
VERSIÓN ORIGINAL (Y DIGITAL)

El cine que florece

Existen películas que van mucho más allá de lo que la etiqueta “película” puede llegar a implicar. Son más bien objetos cinematográficos cuyo diseño y ejecución nos obligan precisamente a replantearnos las mismísimas bases sobre las que se cimienta nuestro conocimiento fílmico.

Existen experimentos tan irrepetibles que, efectivamente, solo se puede acceder a ellos en contadísimas ocasiones. A mí me tocó descubrir “La flor”, de Mariano Llinás, en el Festival de Cine de Locarno del año 2018, una edición en la que el equipo de programadores se dedicó a anunciar, por tierra, mar y aire, que había logrado meter en el Concurso una obra de más de 13 horas de duración.

Con ello, se llevaría al límite las ya de por sí abarrotadas parrillas festivaleras, pero también la capacidad de atención de un espectador que por mucho que estuviera entrenado (en ese mismo certamen se había proyectado la exquisita “Happy Hour”, de Ryûsuke Hamaguchi, cinta de más de 5 horas disponible, por cierto, en Filmin), ahora se enfrentaba a un reto tan descomunal como el ego de su autor, reputado guionista argentino que volvía a la dirección después de “Historias extraordinarias”, propuesta que ya llegaba a la friolera de 4 horas de metraje.

En estas que el genial Mariano Llinás subió al escenario para presentar “La flor”, una película que en realidad eran seis. Una flor que se abría y nos mostraba todos sus pétalos, protagonizados todos ellos por el mismo cuarteto de actrices. Una odisea que nos iba a llevar por muchas de las formas a través de las cuales se ha mostrado el milagro cinematográfico: la serie B, el musical, el drama de época, el fantástico, el thriller de espías...

Todo parecía posible, y a la práctica, todo lo acababa siendo. El cine se mostraba como una bestia incontenible. Como una avalancha de ideas canalizadas por un guion tan genial, que muy seriamente debería ser considerado como firme candidato al Premio Nobel de Literatura. Como casi siempre en los textos donde Llinás dejaba su sello, se repetía aquí el misterioso y mágico efecto de esas historias que parecía que nos llevaban por un camino... pero que de repente daban un giro brusco hacia lo desconocido.

El desconcierto se juntaba así con la más absoluta fascinación... y ya de paso, con la frustración de saber que esta «flor» se iba a marchitar. La idea de origen era esta: tanta grandeza solo podía caber en una pantalla grande. O sea, en festivales, y a lo mejor en alguna filmoteca o sala especialmente concebida para albergar las apuestas más arriesgadas del cine de autor. Y así fue mi relación con “La flor”, como un permanente suspiro por aquello que vi una vez... y que seguramente no volvería a ver nunca jamás. Hasta que llegó la crisis por el coronavirus, y Mariano Llinás decidió compartir tamaña joya con toda la humanidad. Por aquello de hacer más llevadero el confinamiento; para celebrar la inmensidad del séptimo arte, ahora desde nuestros hogares. “La flor” ronda estos días por Filmin; la experiencia cinematográfica más colosal de los últimos años está por fin a nuestro alcance. En este sentido: bendita clausura.