Daniel GALVALIZI
ELECCIONES EN ESTADOS UNIDOS

Estados Unidos decide si pone fin a la era Trump en una elección bisagra y, como siempre, incierta

La democracia más grande de Occidente va a las urnas en unas presidenciales que en los hechos son un referéndum sobre el líder republicano y su paradigma alt-right. Joe Biden aventaja por nueve puntos y su victoria es probable, pero nunca segura debido al impacto del Colegio Electoral y cuánto se movilicen las bases conservadoras y progresistas.

Hace cuatro años, quien escribe estaba en una embajada estadounidense de una capital importante aguardando los resultados aquella noche tan emblemática del primer martes de noviembre. El embajador recibió la noticia de los primeros sondeos que daban como ganador a Donald Trump y quedó estupefacto. Él era demócrata y había asegurado fuera de micrófono que sin duda ganaría Hillary Clinton. Cuando se le aclaró que no era el conteo oficial sino análisis basados en encuestas de ciudadanos tras votar, el diplomático se quejó a su interlocutor: «Uff, me has asustado. Mi Dios...». La noche le aguardaba una mala noticia.

Así es el sistema político norteamericano. Un bipartidismo estricto basado en grandes coaliciones de sensibilidades distintas y con un resabio añejo como es el Colegio Electoral, una de las piedras angulares de un federalismo que, en pos de la unidad, le da un poder inusitado a pequeños estados a la hora de decidir presidentes.

Por eso, puede deparar sorpresas shockeantes y mantener en vilo a sus 329 millones de habitantes y al resto del mundo que contiene la respiración para saber quién liderará la, por ahora, principal potencia.

El trauma y los números. Esta incertidumbre no es un antojo de los medios para mantener la expectativa. En EEUU todos son conscientes de ello porque, al menos en tiempos modernos, hay dos traumas políticos para el progresismo llamados Al Gore y Hillary Clinton. En 2000, el candidato demócrata ganó por más de medio millón de votos (0,51%) pero perdió la presidencia por cinco votos en el Colegio Electoral, en medio de unas maniobras consideradas al borde del fraude en el estado de Florida, el más importante de los denominados swing-state que pueden votar a veces progresista y a veces conservador.

Pero peor aun fue Clinton en 2016. Ella ganó por casi tres millones de votos (2,02% del total), pero perdió porque enfrente tuvo una campaña más efectiva e inteligente: con los cambios demográficos en contra, Trump supo que sólo podía ganar desde el espectro conservador movilizando a las bases especialmente en los estados que más han sufrido el desmantelamiento industrial y la crisis de 2008. Pensilvania, Michigan y Wisconsin abandonaron a los demócratas y por menos de 80.000 votos (sumados) le dieron el triunfo. Por eso en esta campaña ambos candidatos se han focalizado en esta región del denominado Mid-west estadounidense.

No ha sido una campaña típica. El comando trumpista hubiera deseado que todo se centrara en el momento presuntamente excelente de la economía. Pero en marzo llegó la pandemia y en verano el movimiento de rebelión civil más grande del último medio siglo, incluso por encima de las protestas contra la guerra de Irak. Fue el asesinato cruel de un afroamericano, George Floyd, lo que cambió el tono y el debate político. Coronavirus y racismo parecen haberle cosido el traje de salida a Trump. Pero nadie lo da por muerto.

Los republicanos aún pueden ganar la Casa Blanca, y de hecho el medio especializado en demoscopía FiveThirtyEight le otorga un 10% de posibilidades al actual presidente por sobre 90% a Biden. También sería histórico que un presidente en ejercicio con el 53% de desaprobación popular, según la misma fuente, lograra un triunfo.

Pero los conservadores no pierden la esperanza y no sólo recuerdan a Clinton y Gore, sino que a lo largo de la historia han visto la disociación que a veces se produce entre sondeos y participación electoral, en un país cuyas elecciones federales a veces despiertan menos interés que las locales. George W. Bush tenía un promedio de encuestas en 2000 de 3,6% arriba, Barack Obama en 2012 tan solo de 0,6% y Jimmy Carter de 0,003%. Nunca faltan las sorpresas.

¿Cuál es la clave? Como siempre en las presidenciales de este país, la movilización electoral y en dónde se dé, porque repercutirá en el anacrónico Colegio Electoral. El voto por correo y por adelantado muestra que los estadounidenses se encaminan a una elección histórica que superaría el 65% de la participación, la mayor desde 1908, porque ya han votado más de 90 millones. Hay una ley que sí se repite siempre: cuanto más gente vota, peor le va a la derecha. No es la excepción este caso.

Lo que necesita Biden para ganar básicamente es la movilización de los progresistas que se quedaron en casa o se confiaron del triunfo de Clinton, sobre todo, los que estaban a favor de Bernie Sanders. Y precisa que justamente en Pensilvania, Ohio, Michigan, Indiana e Iowa vuelvan a votar azul. Ellos componen, junto al progresista Illinois (que cobija a la metrópolis Chicago), la región económica del rust-belt (cinturón de óxido), la más sufrida por la revolución tecnológica y la deslocalización de la economía. La clase media blanca allí votó masivamente el discurso de «America first» de Trump.

Pero las encuestas muestran que el voto de las mujeres blancas sin estudios universitarios, clave en 2016, le estaría dando la espalda, especialmente por su discurso negligente y negacionista ante la epidemia. Según FiveThirtyEight, que aglutina todas las encuestas de cada estado, Biden consolida su mayoría en Pensilvania con ventajas de hasta 7 puntos y tan sólo dos en la última semana dan a Trump arriba por 1 punto.

Algo similar pasa en Michigan, donde está la sufrida Detroit con su alicaída industria automotriz. Allí el demócrata aventaja por hasta casi 8%. Ohio es la esperanza republicana: la mayoría de los sondeos ubica al republicano por 2 puntos arriba, algo similar en Iowa y con mayor diferencia a favor de Trump en Indiana. Virginia, un estado bisagra cada vez más demócrata por el impacto de la inmigración, dará el triunfo a Biden.

Así las cosas, ganarían los demócratas, que siempre tienen asegurados los estados de la costa del Pacífico y de Nueva Inglaterra (noreste). Pero lo que acabaría por sepultar cualquier posibilidad de Trump es un triunfo azul en Florida, donde las encuestas se dividen en mitades y aparecen los candidatos ganando o perdiendo por dos puntos. Allí, como en 2000, reposarán los ojos este martes a la noche.

Pero puede haber dos dulces sorpresas para el partido de Roosevelt y Kennedy. La siempre conservadora North Carolina le dará el triunfo a Biden según la mayoría de las encuestas, gracias en parte a la fuerte movilización del voto afroamericano (son el 23% de la población). Pero especialmente podría ser histórica una victoria en Texas, un anhelo casi imposible del progresismo. El estado emblema del conservadurismo y del clan Bush registra una situación similar a la de Florida. Si Biden ganara en ambos, sería la mayor barrida demócrata desde 1940.

Lo que puede venir. Trump ganó jactándose de ser un outsider y eso le gustó a los conservadores de clase media indignados. Su política fue neoliberal y típicamente republicana en muchas cosas, pero rupturista en otras (por eso su encaje en la llamada alternative right). Se enfrentó virulentamente con el periodismo y con los emblemas del progresismo cosmopolita. Cambió el librecambismo comercial por el proteccionismo y pasó a una diplomacia de malos modales con China, Europa y organismos como la OMS y la OTAN. Vació las arcas del Estado al regalar un fuerte recorte fiscal a las clases altas apostando al endeudamiento pero también a la repatriación de capitales.

Lo que propone Trump para un nuevo mandato es más de lo mismo, sólo que lo haría en un clima de enorme polarización y con una presidencia aún menos legítima. Pero Biden tampoco se ha lucido en esta campaña por explicar un plan de gobierno. Sí se sabe que pretende impulsar un plan de dos billones de dólares en energías renovables y 300.000 millones en investigación de tecnologías como el 5G y vehículos eléctricos. Su guiño a la izquierda sería subir el salario mínimo de 7,2 a 15 dólares y reponer la «Dream Act», el programa de Obama para favorecer a los hijos de inmigrantes.

En política exterior, las diferencias serán de tono y en el plano comercial. Biden se plantea como una tercera presidencia de Obama desde el principio (el expresidente afroamericano ha militado fuertemente en las últimas semanas en actos por todo el país). El globalismo económico que acabó en 2016 seguramente con Biden volvería, junto al refuerzo de las alianzas tradicionales con la UE y un distanciamiento de la radicalidad del Gobierno de Israel.

Pero para China podría haber solo cambios de tono. La geopolítica estratégica de Estados Unidos no la decide un presidente únicamente y es un conglomerado de intereses del Pentágono, el cuerpo diplomático, el Congreso y las corporaciones multinacionales. Es difícil creer que el enfrentamiento con China vaya a dejarse de lado, pero seguro que con menos violencia discursiva.

Para Latinoamérica, cuya relación económica y política con Estados Unidos es crucial, no habría grandes cambios. Tampoco los hubo con Trump, salvo con Cuba (aunque mantuvo abierta la embajada). Ni siquiera hubo un giro drástico sobre Venezuela, tal vez porque no pudo. Aquí un inciso: en una reunión de 2017, el republicano se reunió con presidentes, vicepresidentes y ministros latinoamericanos para hablar sobre qué hacer con el gobierno de Nicolás Maduro. Propuso abiertamente una intervención militar y quiso escuchar opiniones al respecto, pero no encontró apoyo, según pudo constatar quien escribe en aquel momento. Pero han cambiado los líderes y la potencia regional de Brasil la comanda su aliado extremista Jair Bolsonaro. Habría que ver qué sucede si ese debate reaparece.

Pero lo que está en juego también este martes es el rol imperial estadounidense, como lo deja en claro la revista “Foreign Affairs”, la publicación sobre diplomacia más influyente del mundo.

«Una victoria de Trump significaría para el resto del mundo que Washington ha resignado sus aspiraciones de liderazgo global y abandonó toda noción de principio moral en el escenario internacional. Traería un período de desorden y conflicto», asegura en su última edición. Habrá que ver si sus ciudadanos eligen volver a poner en riesgo su imperio. Y su democracia.