«La solidaridad tiene que ser una actividad política, si no es caridad»
Nacida en Nápoles en 1974, compagina su actividad como escritora con su labor como docente. Profesora de latín e italiano en un instituto de su ciudad natal, tras la publicación de sus dos primeras novelas, el año pasado alcanzó una gran repercusión con la publicación de «El tren de los niños», relato ambientado en los años posteriores a las II Guerra Mundial que ha editado en castellano Seix Barral.

Entre 1946 y 1950, cerca de setenta mil niños italianos en situación de exclusión social se vieron beneficiados por un programa diseñado por el PCI que les garantizaba pasar los meses más duros del año con familias de acogida seleccionadas entre militantes y simpatizantes del partido. Aquella iniciativa que convertía la solidaridad en principio rector de la acción política ha inspirado a Viola Ardone la escritura de su última novela.
El punto de partida de «El tren de los niños» se halla en una vieja foto, ¿cómo fue desarrollando la historia?
Efectivamente, el inicio de todo el proceso fue una foto que me regaló un anciano, un amigo de mi familia que solía contarme sus recuerdos de infancia. Una tarde me habló del día en que su madre le acompañó a la estación de tren para ir al norte. Cuando me contó aquello yo pensé que se trataba de un viaje que había hecho junto a ella para visitar a unos parientes, pero él me dijo: “No, fui en compañía de otros niños y cuando llegamos a nuestro destino cada uno de nosotros fue a vivir una temporada con personas que no conocíamos de nada”. Yo no acababa de salir de mi asombro y fue entonces cuando él me regaló la foto que daba testimonio de aquella experiencia. Me pareció una bella historia para ser narrada, no solo por su alcance político o social sino porque reflejaba un drama humano.
En cierto sentido se trata de una novela que apela a la memoria histórica ¿no?
Sí y es curioso, pero en la medida en que fui hablando con ancianos que habían vivido aquella experiencia, me di cuenta de que muchos de ellos habían mantenido en secreto su historia porque les daba vergüenza el estigma de la pobreza. Solo cuando se dieron cuenta de que lejos de ser una experiencia individual se trataba de una experiencia compartida se sintieron liberados para evocar sus recuerdos alentados por la idea de que se trataba de una historia no de pobreza sino de coraje y de solidaridad. Los años que siguieron a la II Guerra Mundial fueron determinantes a la hora de conformar la identidad europea, pero en Europa hay muchos países que han evitado confrontarse con muchas de las cosas que sucedieron en aquel período y que han sido desterradas de la memoria colectiva de los pueblos. Eso es un error porque esos recuerdos no conciernen solo a aquellos que vivieron ciertas experiencias sino a la sociedad en su conjunto.
En su novela hay también un empeño por rescatar la memoria del PCI, un partido que contribuyó al asentamiento de la democracia en Italia, pero cuyo legado parece hoy cuestionado.
Tanto es así que ahora mismo en Italia, el Partido Democrático, que es en cierto modo el heredero ideológico del PCI, está muy preocupado por poner distancia de por medio y rechazar cualquier identificación con el discurso histórico del comunismo. Esta es una de las razones por las que aquella maravillosa iniciativa solidaria que fueron los “trenes de los niños” cayó en el olvido sin que nadie reivindicase lo que tuvo de positivo.
De hecho, parece como si lo que se cuestionase no fuera tanto la acción política del PCI como aquellos conceptos que se encontraban en la base de la misma, conceptos como solidaridad o camaradería que hoy se asumen anacrónicos.
Es cierto, pero también es verdad que en aquellos años los modos de hacer política eran muy diferentes. Durante los años 60 y 70, toda acción política estaba orientada a identificar las necesidades y las carencias de los ciudadanos sobre el terreno y a intentar subsanarlas. Por eso tanto en el PCI como en otros partidos había un empeño por tener una fuerte implantación territorial. Hoy todo eso se ha perdido y, en todo caso, son los partidos populistas de derecha, como La Liga en Italia, los que reivindican volver a ese modelo, lo cual explicaría su éxito entre las clases más populares. Frente a eso la izquierda italiana ha desatendido esos vínculos de solidaridad que la llevaron a tener un conocimiento profundo de las necesidades de cada colectivo y de cada territorio. Los políticos que ignoran esas necesidades, están incapacitados para representar a nadie, únicamente se representan a sí mismos.
También cabe la posibilidad de visibilizar esas necesidades sin hacer nada por atenderlas ¿no?
Claro, de hecho los populismos de derechas se dirigen a sus electores potenciales fingiendo que entienden sus necesidades aún cuando las necesidades de estos no tengan nada que ver con las de un empresario multimillonario. La gran estafa del populismo de derechas radica justamente ahí, en que sus líderes atraen a un electorado necesitado de sentir a políticos que razonan como ellos, que se ponen a su nivel pero que son incapaces de representarlos, sencillamente porque sus intereses van en dirección opuesta a los del grueso de los ciudadanos.
La emoción que procura una historia como la de «El tren de los niños» quizá se deba al modo en que nos confronta con toda una serie de valores que hemos ido perdiendo. ¿Estamos a tiempo aún de recuperarlos?
Yo pienso que en cada uno de nosotros hay una predisposición natural a la solidaridad, a ayudarnos recíprocamente. Pero el problema es que la solidaridad tiene que ser una actividad política, es necesario tejer redes y mantenerlas activas, de lo contrario estamos hablando de caridad. En Italia la gestión de la pandemia ha traído consigo unos desequilibrios tremendos, en las regiones del norte las escuelas se han reabierto, en el sur no. Eso crea una desigualdad a la hora de acceder a la educación. Pero ha habido una escuela en Nápoles que ha resuelto abrir desafiando las ordenanzas para que aquellos niños que no tienen recursos informáticos en casa para estudiar puedan hacerlo presencialmente. Para mí eso es una acción solidaria, pero debería haber una red de escuelas que siguieran ese ejemplo para empezar a hablar de una política de solidaridad.
Su novela pone también el foco en los enormes desequilibrios que existían en aquellos años entre el norte y el sur de Italia. ¿Cree que esa brecha ha ido a más en los últimos años?
Las diferencias se mantienen ya sea desde el punto de vista económico o de las oportunidades. Muchos jóvenes del sur siguen emigrando al norte o al extranjero buscando mejorar en calidad de vida. Y esa brecha se hace muy visible cuando acontece una emergencia social como la que ha traído consigo la gestión de esta pandemia, ahí te das cuenta que en el sur no tenemos los medios ni los servicios suficientes para dar una atención óptima desde el punto de vista sanitario, educativo o social.
¿Diría que en Nápoles el ingenio suple esas carencias?
En parte sí, en mi ciudad la iniciativa individual para minimizar el alcance de ciertas coyunturas y la solidaridad siempre han estado a la orden del día. Es lo que se conoce como ‘el arte de apañárselas’ que es un rasgo que define muy bien nuestro carácter y que a veces me molesta porque lo que revela es un cierto conformismo y una incapacidad para rebelarnos ante el abandono que sufrimos pero que, en situaciones de emergencia social, como la que vivimos, resulta un activo importante.
¿Confrontarnos con nuestras raíces puede ser positivo de cara a gestionar situaciones de incertifumbre?
Sí, pero para retornar a nuestros orígenes primero hace falta alejarse de ellos. Y yo creo que salir fuera de tu ciudad, de tu territorio, siempre es positivo porque eso te hace conocer lo que hay más allá de los ambientes en los que te has criado. Y a muchos de nuestros jóvenes lo que les falta es justamente eso, tener la oportunidad de viajar, de entrar en contacto con otras culturas. Estamos en un momento de clausura, pero no ya por el virus sino porque todo lo que viene de fuera nos genera desconfianza.

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