Orsetta BELLANI
CARAVAS DE MIGRANTES CENTROAMERICANOS EN TIEMPOS DE COVID-19

LA CARAVANA MIGRANTE QUE NO LLEGÓ NI A MÉXICO

Las medidas contra el covid-19 fueron tomadas como pretexto para frenar la primera caravana migrante desde el inicio de la pandemia. Sin embargo, tras el paso de las tormentas tropicales Eta e Iota, salir de Honduras es quizás aún más urgente. Ambos fenómenos meteorológicos han dejado una estela de destrucción.

No salió ninguna caravana migrante de San Pedro Sula, en Honduras, el 30 de octubre. Solo unas 30 personas acudieron a la cita que se convocó a través de las redes sociales en la terminal de autobuses y no sorprende, pues en los grupos de Facebook donde los migrantes centroamericanos se coordinan para organizar su viaje rumbo a Estados Unidos muchos compartieron sus dudas. No conviene salir pocos días antes de las elecciones estadounidenses –escribieron algunos migrantes– y a causa de las medidas de prevención contra el Covid-19 ahora es aún más difícil que los dejen transitar por Guatemala y México. «Mejor pasar las navidades con la familia y salir a mediados de enero», concluyeron varios.

Las caravanas de migrantes son una fórmula que se inauguró en octubre de 2018, cuando más de 7.000 centroamericanos tocaron las puertas de México. Se convocaron en redes sociales y no migraron a escondidas, metiéndose a los cerros para hacerse invisibles, pagando a un pollero (traficante) entre 8.000 y 13.000 dólares, según la comodidad del viaje, con la constante amenaza de ser interceptados por la policía y organizaciones criminales, que suelen robar, violar, secuestrar y matar a los migrantes.

Esta vez migraron en masa y a la luz del día. Su fuerza radicó justo en aparecer descaradamente frente a los coches que transitaban en las carreteras y ante las cámaras de periodistas de todo el mundo; con sus chanclas, sus mochilas, sus cochecitos llenos de bebés y paquetes. Con la dignidad de quien cruza una frontera porque tiene derecho de irse de su país.

Aquella vez de hace dos años, los migrantes centroamericanos se congregaron en el puente internacional que divide el poblado guatemalteco de Tecún Umán de la ciudad mexicana de Tapachula, y entre empujones y gases lacrimógenos lograron romper la resistencia de las autoridades mexicanas. Una vez en el país, la Policía los «escoltó» en su camino, y muchos de ellos llegaron hasta la frontera norte. Algunos cruzaron ilegalmente a Estados Unidos, otros siguen varados en México a la espera de que se resuelvan los trámites de su asilo en el país norteamericano.

Desde entonces, se sucedieron una decena de caravanas migrantes y el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, anunció una política de «puertas abiertas» que fue más que nada una declaración de intenciones, que en la práctica se tradujo en la entrega de unas 15.000 tarjetas de residente por motivos humanitarios.

Sin embargo, en mayo de 2019, las declaraciones de López Obrador cambiaron de tono: Donald Trump amenazó a México con subir del 5% los aranceles a sus importaciones si no detenía «el flujo de inmigrantes indocumentados». En respuesta, el presidente mexicano envió unos 6.000 efectivos de la Guardia Nacional a su frontera meridional y aumentó las deportaciones de centroamericanos. Solo en el primer año, las deportaciones llegaron a 124.000.

Elmer Antonio Rodríguez decidió sumarse a su primera caravana migrante en enero de 2020, pues no vio otra opción que irse de la ciudad hondureña El Progreso: trabajaba en una ferretería por unos siete euros a la semana y no tenía casa. Tras cruzar la frontera mexicana y caminar once kilómetros, la caravana fue interceptada por la Guardia Nacional. Unas 3.00 personas fueron detenidas y encerradas en centros migratorios, tras ser «agredidas con piedras, toletes y escudos por elementos del Instituto Nacional de Migración y de la Guardia Nacional (GN) a fin impedir su avance», denunció la gubernamental Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en un comunicado del 29 de octubre de 2020, que destaca la presencia de niños y adolescentes entre las personas agredidas.

Algunos migrantes lograron escapar de la persecución policial. Entre ellos Elmer Antonio Rodríguez, que en unos diez días recorrió todo México para luego lanzarse al desierto que conduce a Estados Unidos.

«Caminé una semana entre nopales y rocas, tenía los pies llenos de ampollas. Me agarraron y me regresaron a Honduras», recuerda el joven, que intentó la suerte otra vez a principios de octubre pasado, en la que fue la primera caravana desde el comienzo de la pandemia.

Solo un par de semanas antes, Guatemala, país que divide Honduras de México, había abierto sus fronteras después de un cierre de seis meses debido a la pandemia. «En estos meses hubo una baja en los flujos migratorios por el cierre de las fronteras y por el miedo al contagio entre los mismos migrantes», señala Marta Sánchez Soler, coordinadora general del Movimiento Migrante Mesoamericano. Esta ONG registró una disminución en los flujos migratorios de un 90%. El miedo al contagio sigue entre los migrantes centroamericanos, pero la crisis económica causada por la pandemia es aún más fuerte y los empuja a salir, solos o en caravana, chocando una vez más con las leyes migratorias endurecidas por el covid-19.

«En medio de la emergencia sanitaria actual nuestro deber es garantizar la vida de nuestros ciudadanos ante grupos que pueden vulnerar la seguridad y la vida, por lo que se tomarán las medidas junto con Honduras para contener la violación de las fronteras», dijo el presidente guatemalteco, Alejandro Giammattei, el 1 de octubre, al enterarse de que miles de hondureños estaban a punto de tocar las puertas de su país.

Cruzar la frontera entre Honduras y Guatemala en realidad fue sencillo para Elmer Antonio Rodríguez y los demás integrantes de la caravana migrante, pero las carreteras guatemaltecas estaban llenas de retenes de policía y militares, donde fueron detenidos y deportados.

A Elmer Antonio le tocó en Tecún Umán, poblado que se encuentra en la frontera con México, justo cuando estaba a punto de cruzar la línea. Lo encontré mientras estaba encapsulado por la Policía y el Ejército guatemalteco con otros cien migrantes que se habían acercado a una estructura gestionada por religiosos para recibir comida. En ningún momento las autoridades que los cercaban los obligaron a regresar a Honduras, a subirse a unos autobuses de los que colgaba una manta que decía «retorno voluntario». Sin embargo, la presión los ganó: tras un día entero encapsulados, sin poderse mover y empapados de lluvia, con la certidumbre de que muchos migrantes que iban atrás ya habían sido deportados y no podían compactarse en la frontera mexicana para cruzarla en caravana, con las amenazas del Gobierno mexicano de encarcelarlos por no respetar las medidas de prevención contra el covid-19 y con muchos albergues de migrantes –estructuras de apoyo gestionados por religiosos– cerrados a causa de la pandemia, Elmer Antonio y buena parte de sus compañeros aceptaron subirse al autobús que les llevó de vuelta a su país.

«Compadres, ¿son humanos ustedes? ¿Comen o no comen?», gritó Elmer Antonio a los militares, asomado por la ventanilla. «Lo mismo estamos nosotros, pero tenemos que buscarnos la vida porque no tenemos dinero», exclamó.

En el pasado las autoridades guatemaltecas nunca habían bloqueado el camino de la caravana de hondureños, también a causa de un acuerdo de libre tránsito llamado Centroamérica-4, firmado por Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua. En el caso de la caravana de principios de octubre, el pretexto utilizado para ignorar los convenios internacionales e impedir el paso de los migrantes ha sido la falta de la prueba PCR. De acuerdo con el Instituto Guatemalteco de Migración, de los aproximadamente 4.000 migrantes que ingresaron al país por la frontera con Honduras, 3.953 han retornado «voluntariamente».

Los demás se colaron por las mallas no tan estrechas de la frontera meridional de México, que desde Tecún Umán puede ser atravesada cruzando el río Suchiate en balsa, pagando poco más de un euro. Algunos integrantes de la caravana migrante lo lograron, a pesar de los 300 efectivos de la Guardia Nacional mexicana desplegados en la orilla del Suchiate. Otros más patrullaban las carreteras internas, que estaban vigiladas también con drones, según declaró el Instituto Mexicano de Migración.

«No es momento de migrar. Quédense en casa, la pandemia no ha terminado», ha afirmado Mario Adolfo Bucaro Flores, embajador de Guatemala en México, quien apareció brevemente en la frontera al momento de la llegada de la Guardia Nacional.

De acuerdo con muchos analistas, el muro de Trump se está corriendo siempre más al sur debido a las presiones del Ejecutivo estadounidense sobre México y los demás países centroamericanos. «La Administración de Guatemala ha cambiado su política porque no es un gobierno que se mande, es un Gobierno al que le mandan», critica Olga Sánchez Martínez, fundadora del Albergue Jesús El Buen Pastor del Pobre y el Migrante de Tapachula, en México. «Siempre hemos sido presionados por Estados Unidos, es político lo que está pasando aquí», incide.