«Ahora cualquiera es catedrático de flamenco»
Es un icono del flamenco, uno de los grandes maestros. Respetado y venerado, la peculiar voz que hace casi sesenta años encandiló a Manolo Caracol se vuelve a desengrasar en el festival Flamenco on Fire de Iruñea. Pansequito demuestra que sigue en forma, dentro y fuera del escenario.

Juan José Cortés Jiménez sigue conservando una memoria portentosa. «Me acuerdo de todo, es una gloria», dice el hombre que recorrió medio mundo con una voz cavernosa, el cantaor que encandiló a Manolo Caracol, el artista que en 1974 logró el Premio a la Creatividad en el concurso de arte estatal Flamenco de Córdoba, el único que se ha otorgado en su historia. Se acuerda de todo lo que ha vivido con la precisión de un reloj suizo… menos cuando toca «pagar la letra», bromea.
Más conocido como Pansequito, o Pansequito de El Puerto –nacido en la Línea de la Concepción a mediados de los años 40, pasó su niñez en Sevilla y es hijo adoptivo de El Puerto de Santa María–, heredó el sobrenombre de su padre Panseco y este, a su vez, del suyo. Pansequito no es cualquier cosa en el flamenco. El crítico musical Ángel Álvarez Caballero, uno de los principales divulgadores del flamenco fallecido en 2015, dijo una vez: «Poco antes de morir Camarón, éste me dijo que lo único que le interesaba del cante que oía entonces era lo de Pansequito». Inclasificable, amabilísimo y libre, también fuera del escenario, se alió el sábado con el guitarrista jerezano Miguel Salado en el Baluarte de Iruñea, bajo el acertado título de “Libertad”.
Pansequito repite este domingo 29, a las 12.00 horas, en el balcón del ayuntamiento de la capital navarra. Las entradas están agotadas.
El veterano artista gaditano se refugia de la pandemia en su residencia veraniega de Marbella. El coronavirus le ha dejado en paz, afortunadamente. «Lo más importante es tener bien la salud y estoy tocado por la varita de Dios», dice por teléfono. Relata una vida de película o, al menos, una trama a la que no hace falta añadirle gotitas de ficción para hacerla más interesante. Todo empezó en el mítico tablao madrileño Los Canasteros que fundó el no menos mítico Manolo Caracol, una de las figuras fundamentales de la historia del cante gitano.
El sevillano Manuel Ortega Juárez, Manolo Caracol, descendiente del Planeta, uno de los primeros cantaores del que se tiene noticia, fundó este espacio en el epicentro del actual barrio gay de Chueca. Era 1963. Durante treinta años, además de flamenco puro y auténtico que elevó a los cielos una larga lista de músicos, en Los Canasteros se hacían concesiones comerciales a los turistas y a oídos neófitos. Era un templo flamenco, pero también un negocio que necesitaba combustión diaria para sobrevivir. Sonaban rumbas, sevillanas y, dicen, que hasta era habitual escuchar el estribillo festivo y simplón del “porompompero”. Caracol murió en un accidente de tráfico en 1973, mientras se desplazaba en coche desde su casa al tablao. El mazazo fue enorme no solo en las tabernas de Sevilla, su ciudad de origen; causó tal seísmo que sacudió a todo el universo flamenco.
Andalucía: una novia morena
«Manolo era un hombre de arte y, como tal, entran una variada gama de estilos. Era un artista. En la calle, en el escenario y en los toros. Le gustaba reírse, pero el que era realmente gracioso era su padre», rememora Pansequito, que siendo aún menor de edad inauguró Los Canasteros de la mano de su fundador, al que un día lo vio cantar y se quedó prendado de aquel «chiquillo que tenía la voz de un hombre mayor».
José Cortés Jiménez apenas pasó «mes y medio» en el popular tablao madrileño. Pero le marcó para siempre. Años más tarde volvió a Chueca por todo lo alto, «en plan figurita», apunta. No era para menos. Los años 70 forjaron la leyenda del cantaor gaditano. En 1974 se hizo su propia parcela en las listas de ventas con una bulería, “Tápame”, acompañado de Juan y Pepe Habichuela, donde luce una voz personalísima. En la otra cara del single se encontraba “Ay que Mora” y un verso célebre («tengo una novia morena que se llama Andalucía») que a día de hoy le sigue acompañando.
El flamenco sin adulterar había entrado en la radiofórmula con una declaración de amor al pueblo andaluz. «Sigo enamorado de Andalucía, por supuesto. Es mi tierra», responde con firmeza cuando se le pregunta por sus orígenes. Pansequito recuerda orgulloso cómo aquellas y otras canciones se colaron en las listas de éxitos cuando pocos, probablemente ni él mismo, lo esperaba. «Fui número uno cuatro veces y no dos como pensaba hasta ahora. Es un dato que he descubierto hace poco. Fue impactante. Supuso todo un acontecimiento no solo para mí, sino para toda la familia flamenca. Siempre es agradable para un cantaor pasar por algo así y más en aquella época… Rompió esquemas», resume.
De sus viajes por medio mundo difundiendo el cante jondo se detiene en la India, donde actuó en 1983 ante Indira Ghandi. La mujer que llegó a ser elegida primera ministra admiraba el cante flamenco y en más de una ocasión había expresado su interés por los artistas gitanos españoles. De todos los galardones que ha recibido a lo largo de su carrera, Pansequito se queda con aquel insólito premio a la Creatividad. «Se formó un revuelillo», recuerda. «Cuando me dieron el premio tenía 32 años. Canté a mi forma y después de cada actuación me aplaudían. Pensé que se estaban cachondeando de mí, pero qué va, me acabaron dando un premio a la Creatividad. No se lo han dado a nadie más. Hice algo nuevo. Y ya está», zanja. Pansequito forma junto a la cantaora sevillana Aurora Vargas uno de los tándems más prestigiosos y respetados del flamenco.
Polémica propuesta
Además de poseer una memoria privilegiada, ha demostrado ser un tipo con una marcada personalidad. No se arruga ante nada. Suave en las formas, tiene una visión crítica y afilada sobre el flamenco actual. O mejor dicho: a la relación entre las instituciones y el flamenco. Últimamente ha sido especialmente beligerante con la Bienal de Flamenco que se celebra en Sevilla y donde insiste en que, en la última edición, «hubo de todo menos arte flamenco. Es que no lo había. Aquello era otra cosa. Que no lo llamen flamenco, por favor», subraya.
Y pese a quien pese, ajeno por completo al qué dirán y a las bolas de nieve que se suelen formar en redes sociales, aboga por una drástica solución para que no se pierda su esencia ni su grandeza: «El flamenco debería desaparecer durante un tiempo», dice vehemente, antes de argumentar su postura: «Ahora todo el mundo canta y baila. Me parece fenomenal. Pero el flamenco es algo más. Es patrimonio inmaterial de la humanidad y cualquiera que está metido en esto parece que es catedrático de flamenco. Nosotros, que somos iconos, deberíamos plantarnos y defender lo que es nuestro», explica.
Le gusta cantar solo o acompañado de su mujer Aurora. En Iruñea tiene familia y vive su sobrina. «Allí entendéis y vivís el flamenco con mucha emoción», afirma en referencia a Euskal Herria. A sus 75 años su vida de película ya se parece a la letra de “No me importa lo que digan”, su último éxito, un canto a la libertad que conecta directamente con el título del espectáculo compartido en el festival Flamenco on Fire: «No me importa lo que diga esta gente / Yo no hago caso a lo que piensen mis amigos (…) / Y a veces quiero estar solo, no quiero que nadie me hable / prefiero vivir la vida como un péndulo en el aire».

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