Koldo LANDALUZE
CRÍTICA «BABYLON»

La gran resaca de la madre de todas las fiestas

Damien Chazelle no parece haber encontrado su rumbo. Tras el gran éxito que logró con “La La Land”, su posterior recorrido más allá de los territorios del musical se tradujo en la decepcionante “First Man”, en la que quiso recrear en clave intimista la odisea espacial que protagonizó el astronauta Neil Armstrong.

Nadie pone en duda el gran talento que atesora Chazelle, pero no es menos cierto que cada vez que se le presenta la ocasión, tiende al exceso de una manera desorbitada. Todo ello unido a un exceso de ego que, en un caso tan evidente como “Babylon”, provoca que lo filmado tienda a apabullar al espectador.

A lo largo de sus tres horas, lo que viene a ser representado en la pantalla es un desconcierto causado por esos momentos de gran lucidez cinéfila que atesora el director y esa grandilocuencia que, si bien puede resumir parte de los excesos vividos en el Hollywood babilónico de los años 20, termina por ser un artificioso subrayado que eclipsa lo mejor del filme, que lo tiene y mucho.

Extravante, excesiva, furibunda, todo ello cohabita en esta superproducción en el que su aspecto dorado deja entrever las fisuras roñosas de un sistema cinematográfico tan genial como corrupto y despreciable. Buen ejemplo de ello es su larguísimo primer tramo, en el que se quiere escenificar la madre de todas las fiestas dentro de un entramado orgiástico en el que la cámara de Chazelle alterna los trompicones y una apabullante fluidez.

A pesar de su saludable intención por mostrar o subvertir la trastienda de aquel Olimpo de celuloide, lo que si se manifiesta de manera clara es la presencia de un director que, en su megalomanía, podría emparentarse con DeMille o la caída de Babilonia filmada por Griffith en su no menos excesiva “Intolerancia”.